Casi nada es lo que parece a primera vista en el mundo de Mark Oliver Everett y sus Eels. Cuando debutaron con Beautiful Freak (1996), hace ya más de 20 años, parecían una banda abocada a disolverse en el viscoso y concurrido tarro de sensaciones seudoalternativas del momento. No quedaba claro si andaban más cerca de un Beck que ya quería dejar de ser Beck o de sucedáneos del corporativismo multinacional –que se las quería dar de moderno– como Cake, Blind Melon o Everclear. “Novocaine for the Soul”, su primer single de impacto, tampoco ayudaba a despejar las dudas.
Pero cuando despacharon el agonizante Electro-Shock Blues (98), un par de años después, empezó a quedar claro que el suyo era un universo aparte, sin estima por los requerimientos de la gran industria. Reflejo, además, de un alma en verdad torturada, como cualquiera que haya leído Cosas que los nietos deberían saber (2008), el libro autobiográfico de Everett, tendrá perfectamente claro. Su cúmulo de desgracias familiares modeló un talento peculiar. No hacía bandera de un talante cortavenas para empatizar con su público. Encajaba los reveses con filosofía y se valía de ciertas dosis de sarcasmo para expresar el sinsentido de nuestra existencia, la futilidad de una vida que muchas veces pende de un hilo muy débil, mecido por la más absoluta aleatoriedad.
Cada canción de Eels suele ser como un pequeño mundo. Un microcosmos embutido en otro cosmos más grande. Sus discos no tienen ni mesura ni anclajes genéricos a los que agarrarse, y ahí es donde seguramente radique gran parte de su magnetismo. Decidir cuál es la obra maestra entre los doce trabajos largos de estudio que lleva facturados, o vislumbrar cuál es el pórtico de entrada obligado para el neófito, demandaría un debate sesudo y sin solución, propio de una logia –la de sus seguidores– que habitualmente dispensa con razonada benevolencia que todos ellos superen de largo los diez o doce cortes de rigor y se acerquen – peligrosamente, dados los tiempos que vivimos – a la hora de duración.
Pillarle el punto a Eels también conlleva eso: la sensación de que no saber en qué momento del minutaje de sus discos se va a encontrar uno con una gema a preservar, con esa melodía que reproducir en modo repeat o soñar con que engrose la que debería ser segunda parte de Meet The Eels: Essential Eels 1996-2006, Vol.1 (2006), espléndido recopilatorio que ya va demandando continuación, por mucho que cualquiera de nosotros se pueda customizar su propio repaso hoy en día recurriendo al streaming.
Su nuevo álbum, The Deconstruction (2018), retiene todo lo que ha hecho de ellos una banda especial. Es posible –como ocurre con tantas otras formaciones– que tan solo dispongan de tres o cuatro registros que repiten hasta la extenuación. A saber, la andanada roquera rebosante de efervescencia y hasta tarareable (“Today is The Day”), esas melodías reptantes y de baja fidelidad, tan marca de la casa, que forman parte del mismo universo que algunos pasajes de la obra de Beck o Tom Waits (“Bone Dry”), el medio tiempo de engañosa placidez (“Premonition”, “Rusty Pipes”, “Be Hurt”) o la mini balada con plus de emotividad (“The Epiphany”, “In Our Cathedral”).
No importa. Mark Oliver Everett domina los cuatro palos de esa baraja con rotunda destreza, y aún dispone de los resortes para seguir exprimiendo sus atribuladas vivencias y darles forma de canciones categóricas.
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