De un tiempo a esta parte, el llamado amor romántico tiene la culpa de todo. O de casi todo. En ese afán tan español por buscar chivos expiatorios fácilmente identificables, los estereotipos asociados a una forma más bien tradicional de entender las relaciones de pareja son los culpables de las flagrantes desigualdades de género en nuestra sociedad. Poco importa que alguien se atreva a señalar que quizá habría que revisar la propia terminología empleada –el lenguaje no es inocente, ni inocuo– o que las enmiendas a la totalidad rara vez contribuyen a erradicar el problema que pretenden resolver. Da igual.
La música pop no es ajena a la marea fóbica a ese romanticismo que solo Dios sabe cómo algunos –y sobre todo, algunas– entienden. Hay incluso estudios, llevados a cabo por consultoras de contrastada solvencia (como la historiadora y musicóloga asturiana Laura Viñuela: búsquenla, por ejemplo, en su interesantísima aproximación a Madonna en el aún reciente libro colectivo Bitch. She’s Madonna. La reina del pop en la cultura contemporánea, de 2018), en los que se establece una relación directa entre varias canciones de Melendi, Romeo Santos, Daddy Yankee o Luis Fonsi con los mitos de la tan manoseada idea del amor romántico.
Como si no hubiéramos tenido ya bastante con el enternecedor amago censor de algunos ayuntamientos del cambio, hace un par de veranos, alrededor de esas músicas. Como si el rock and roll no hubiera mostrado vetas machistas o de abierta misoginia desde sus mismos albores, hace casi setenta años. Como si el “Slave To Love” de Bryan Ferry (por poner un ejemplo entre mil, que además nos sirve para ilustrar este texto) hubiera que tomarlo al pie de la letra.
Son cada vez más las voces femeninas que se alzan dentro de la escena musical estatal contra el amor romántico. Pero si echan un vistazo a lo que ocurre lejos de nuestra fronteras, comprobarán que el alboroto es más bien autóctono. Muy nuestro. Hagan la prueba: tecleen amor romántico en su buscador de google y hallarán talleres, tesis y varios gritos en el cielo, la mayoría de ellos desde ámbitos musicales. Si se les ocurre hacerlo en inglés, darán con unas cuantas objeciones matizadas e incluso con artículos que se preguntan si un feminismo cerril no acabará por cargarse el romanticismo. Si a alguien se le ocurre escribir en nuestra prensa un titular así, le lloverán los palos. Ni lo duden.
La identificación de las viejas películas de Walt Disney, de las historias de príncipes y princesas, con la violencia de género y con los desmanes del patriarcado puede resultar pueril. El concepto de romanticismo puede ser tan amplio como para que en él podamos englobar, si nos place, a Meg Ryan o a Goethe. Y no creemos que a nadie le dé por propinar una paliza a su pareja tras una escucha compulsiva de reggaeton, electrolatino o pop liofilizado para las radiofórmulas con exceso de sacarina. Todos sabemos que el problema de fondo no radica ahí. Pero nos encanta rebozarnos en el ruido. Entretenernos con lo superfluo.
La violencia de género no es ninguna broma. Ni la evidente desigualdad salarial. Tampoco lo es que se banalice con ella, como hace día a día ese partido político cuyas siglas me niego a teclear de lo cansino que resulta. No conviene alimentar al troll. Pero por eso mismo deberíamos tener más cuidado en hilar bien fino y no caer en esa burda simplificación de la realidad: la misma de la que la extrema derecha se alimenta y vive. Y no identificar determinados dramas –desgraciadamente cotidianos– con ciertos estereotipos de todo a cien.
Decía el escritor Isaac Rosa, en una reciente entrevista, que el amor romántico se ha convertido en ese hombre de paja al que es muy fácil sacudir pero no tiene tanta capacidad de meterse en nuestra vida. Y que hay que construir nuevos imaginarios amorosos, pero por ahora lo que hacemos es eliminar todo lo que no queremos sin tener otras propuestas. Más razón que un santo.
Perder la cabeza por amor no significa estar dispuesto a todo, incluso a lo más execrable. Sentir ese cosquilleo en el estómago que te impide hasta comer no se traduce en cometer locuras que puedan ser lesivas u ofensivas para otras personas. Dejarse llevar en volandas por el subidón del enamoramiento, incluso por ese mundo de fantasía que puede llegar a anidar en nuestra cabeza, no implica estar al borde de convertir a tu pareja en una esclava. Hacer tonterías por amor puede acabar resultando ridículo, pero es hasta bonito. Dignifica, siempre y cuando no implique amargarle la vida a alguien. Es algo profundamente humano. Obviamente.
Parece algo bastante básico, pero da la impresión de que no se termine de entender. Que impere la idea de que haya que cargárselo todo. Renunciar a la idea de romanticismo porque sí. Porque es lo que toca. Lo que se lleva. Como si no tuviéramos ya bastante con esa bulimia de sobreestímulos audiovisuales que nos asola en este mundo hiperconectado, en el que corremos el riesgo de que el cinismo y la desgana se instalen entre todos nosotros.
Quizá todo sea una simple cuestión terminológica. Si así fuera, no estaría mal empezar a plantearse si esa ya extenuante cantinela de los mitos del amor romántico deberíamos empezar a llamarla excesos del amor excluyente o desbarres del amor posesivo. Ese que en realidad ni es amor ni es nada, aunque a veces se le parezca. No se trata de ir de señoros, ni de columnistas de postín encantados de haberse conocido y de incendiar las redes sociales cada domingo. Es más sencillo: se trata tan solo de delimitar de qué estamos hablando. Y de no seguir cayendo en el mismo estereotipo hueco que denunciamos. Flaco favor.
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