Los músicos torturados y de carácter mercurial siempre han modulado su talento de una forma distinta a la del común de los mortales. En ocasiones, sus desórdenes mentales han sido una bendición, por cuanto han alumbrado una forma de componer que les hacía distintos al resto, y esa singularidad daba razón de ser a su éxito. Pero en muchos otros casos, las enfermedades y otros desarreglos en la mollera –y no digamos ya si llegaban acompañados por adicciones varias– han hecho que su música fidelice a una legión de fieles impenitentes pero, al mismo tiempo, les haya alejado por siempre del gran público.
Estas últimas semanas, entre los últimos coletazos vacacionales y los balbuceos del duro reencuentro con la rutina que supone la llegada de septiembre, coinciden en las cubetas de novedades –es un decir– cuatro álbumes que responden a ese molde, al de compositores que hacen que sus canciones revelen un extraño magnetismo, totalmente ajeno a las modas.
La música de Kristin Hersh, por ejemplo, no tendría seguramente el mismo hechizo sin el trastorno bipolar que le fue diagnosticado en su adolescencia, y que provocó que sus canciones se vieran mediatizadas por sus propias obsesiones, por alucinaciones a las que exorcizaba cuando se sentaba ante el papel en blanco o empuñaba una guitarra. El nuevo álbum de la frontwoman de Throwing Muses refrenda esa tesis –que confesó ella misma hace años en su libro de memorias, Rat Girl–, ya que rebosa de andanadas de electricidad ponzoñosa y amenazante, de giros argumentales bruscos y texturas abruptas, que (por otra parte) preservan el misterio que siempre ha rodeado sus discos. Lo indescifrable de sus pesadillas.
Ocurre con ella como cuando uno se sienta ante el televisor y presencia una buena película repleta de escenas incómodamente turbias o escabrosas, que se incomoda, pero al mismo tiempo no puede apartar la vista de la pantalla, como si fueran un reflejo de nuestros propios malos sueños. Obviamente, las canciones de Possible Dust Clouds (Fire Records, 2018) no nacieron para ser tarareadas. Así que no extraña que su propio sello las defina, ingeniosamente –aunque con el efectismo propio de los textos promocionales– como si Dinosaur Jr y My Bloody Valentine abordasen unos versos de Bob Dylan. Es lo más volcánico que ha hecho en años.
Otro músico que podría pasar por alguien llegado directamente de otra era, a quien también le gusta dar rienda suelta a sus excentricidades en jugosas canciones, es el londinense Simon Love. Si tuviéramos que ponernos en modo streaming y exponer la dichosa recomendación algorítmica, diríamos que les gustará en el caso de que sean ustedes fans de Adam Green, Darren Hayman, Momus y otros gloriosos outsiders. Incluso si lo son de Belle and Sebastian.
Sincerely, S. Love x (Tapete/Gran Sol, 2018) es su segundo álbum, y en él cuela –como si tal cosa– un par de canciones que le dedicó a su mujer en el día de su boda, con títulos tan procaces como “God Bless The Dick That You Let Go” (no comment) y “I Fucking Love You”. Eso sí, no pasaría de ser un ingenioso bufón, armado con buenas dosis de humor negro, si no fuera porque sus diez canciones revelan la valía de un compositor de mucho fuste. Más británico que el fish and chips. Que aúna su pasión por las melodías philspectorianas, el brill building y el pop de cámara en un argumentario sin fisuras ni deshecho.
Si hay alguien que sabe lo que es redimirse (a través de la música) de una larga temporada sumido en el pozo de la adicción a las drogas y a la bebida, con la amenaza de la depresión e incluso una hepatititis C que a punto estuvo de acabar con su vida, ese es Martin Phillips, el líder de The Chills. Fueron la gran banda de culto neozelandesa, emblema del llamado sonido Dunedin que en los ochenta sustentó uno de los pilares del mejor pop indie. Hasta que en la segunda mitad de los noventa su líder se extravió, casi sin remedio.
El responsable de “Pink Frost”, “Heavenly Pop Hit”, “I Love My Leather Jacket” y otras melodías para la historia, regresó –por suerte– hace tres años con el sólido Silver Bullets (2015), y ahora prolonga su buen estado de forma con otro tratado de pop vitaminado, Snowbound (Fire Records), a la venta en unos días, en el que la banda suena de todo menos dubitativa. Sin novedad en el frente, pero con mucho oficio.
Tampoco teníamos muchas noticias de Davey Woodward, quien fuera líder de The Brilliant Corners y The Experimental Pop Band –sucesivamente– desde mitad de los ochenta hasta los dos mil, y últimamente enfrascado en Karen, banda que nos pasó completamente desapercibida hasta que su primer álbum homónimo empezó a tomar cuerpo.
Su caso es muy parecido al de Michael Head (The Pale Fountains, Shack), otra vieja gloria de la independencia británica, porque conforme ha sobrepasado la barrera de los cincuenta se ha ido olvidando del jangle pop impetuoso y de la cacharrería analógica de sus anteriores proyectos para incurrir en el folk rock acústico de aliento dylaniano. El homónimo Davey Woodward and The Winter Orphans (Tapete/Gran Sol, 2018) es la prueba, un disco que no inventa nada, pero reduce acertadamente su depurada fórmula a su esencia.
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