Los ciclos musicales y el vaivén de las modas contribuyen a dar nueva legitimación a artistas a quienes se proscribía por rancios. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.
Los extremos acaban por tocarse. Lo trendy y lo untrendy (lo que mola y lo que no mola en absoluto, vaya) no están tan lejos. Lo que estaba pasado de moda, puede volver a aflorar de forma vigorosa con el paso de los años. Ocurre en casi todos los ámbitos de nuestra sociedad, de nuestra cultura. Y no iba a dejar de hacerlo también en el de la música pop. Basta con que un nombre de referencia de la actualidad rescate a una antigualla del desguace, con que un festival con aura de modernidad lo recupere para la causa (qué posmoderna y pintona es la ironía, por cierto) o con que el veleidoso revival -que todo lo puede- se apunte el tanto de desenterrar a aquel puñado de músicos que creíamos superados por el tiempo, y a quienes apenas veíamos ya como un simpático pero lívido recuerdo de tiempos en los que éramos -ay- más cándidos. O más fácilmente impresionables.
En un interesante -y no exento de provocación- artículo publicado el pasado verano, el periodista Miguel Ángel Bargueño evocaba cómo el mismo Stephen Malkmus (Pavement) recordaba, con esa sorna slacker que siempre le ha caracterizado, el peso de la música de los Dire Straits sobre toda una generación. Para bien y para mal. La referencia (“se besan cuando escuchan Brothers In Arms, y si hay algo malo en ello, no parecen ver el daño en unir sus fuerzas y cantar al unísono”, embutida en “Jenny and The Ess-Dog”) podría parecer chocante cuando este la escribió, en 2001. Pero quizá ya no lo sea tanto en 2015, cuando bandas como The War On Drugs y músicos como Kurt Vile andan recuperando, bien sea de forma puntual, un sonido refinado pero a la vez resplandeciente y expansivo, con cegadores brotes sintéticos. Una suerte de americana en tecnicolor, que enlaza con no pocas de las cosas que se hacían en los años 80 desde ámbitos de dominio tan público como los que Dire Straits frecuentaban como peces en el agua. El propio Mark Knopfler lleva años escapando de todo aquello en sus discos, rebuscando en los arcones del blues, el folk y las sonoridades celtas. Pero ni mucho menos le hace ascos en sus conciertos a sus hits de aquella década. Abordados tal cual, sin relecturas desde un prisma de actualidad.
A Adam Granduciel (The War On Drugs) no le hace ni pizca de gracia la comparación. Aunque no sea -obviamente- la única que suscita su música. Y aunque su último álbum recibiera (más que merecidamente) toda clase de parabienes críticos. Pero desde que Wilco comenzaron a reventar el aforo de recintos reducidos y suntuosos a precios de órdago, la ominosa sombra de Mark Knopfler, su cinta del pelo y su muñequera, ha ido agrandándose. Ya sea porque los largos solos de guitarra hace tiempo que dejaron de ser anatema o porque -salvando las distancias en el tiempo: median décadas- el perfil de sus públicos objetivos haya acabado convergiendo. El paralelismo, por cierto, también arrecia desde hace un par de años con una banda tan respetada como los también norteamericanos Dawes. En cualquier caso, ustedes son ya mayorcitos para juzgar por sí mismos.
Otro de los nombres que también afloraban al calibrar aquel disco (el de The War On Drugs, decimos), por la impetuosa impronta rítmica de algunos de sus temas, era el Springsteen de mediados de los años 80. El más comercial. Y está muy bien que así sea, y que no solo se le emule por el sesgo esqueléticamente acústico de álbumes tan adustos como Nebraska (1982) o The Ghost Of Tom Joad (1995), tan legitimados a ojos de cualquier escéptico de pro. El rockero de Freehold siempre ha sido desdeñado por la modernidad, con una displicencia que poco tenía que ver con la calidad -fluctuante, como toda carrera de más de cuatro décadas- de sus discos, sino más bien con aspectos superficiales.
De un tiempo a esta parte, decenas de bandas prominentes han vuelto a poner sobre el tapete la veta más enérgica de su música, asumiendo su vasta influencia. Es el caso de Marah, The Hold Steady, The Gaslight Anthem, The Lumineers y tantos otros. Aunque miles de fans de Arcade Fire no terminen de ver que la épica que transpira cualquiera de las exhibiciones de su banda favorita tiene mucho en común con las extenuantes liturgias que lleva Springsteen marcándose desde hace décadas sobre cualquier escenario.
El pulido acabado formal de muchos de los álbumes que poblaban las listas de éxitos hace treinta años puede no haber jugado a su favor. Son legión quienes abjuran de aquellas producciones sobrecargadas. Aquellas cajas de ritmo, aquellas baterías enlatadas, aquellos teclados que luego nos parecieron tan chirriantes o aquellas guitarras tan pulcras que hubieran reventado cualquier escala de brillos. No obstante, sucede que los espléndidos últimos álbumes de Bon Iver, Iron & Wine o Destroyer, por ejemplo, incurren en una sagaz actualización de muchos de aquellos motivos, volviendo a sacar a la luz un abanico de influencias que hace una década nos hubiera parecido absolutamente demodé: Peter Gabriel, Bruce Hornsby & The Range o hasta Robert Palmer.
Tres cuartos de lo mismo ha ocurrido con bandas que, también desde presupuestos independientes o alternativos, han ido creciendo hasta reproducir una sensibilidad que enlaza directamente con la que siempre blandieron los Fleetwood Mac más comerciales: The Magic Numbers, Florence & The Machine, Ladyhawke, Pure Bathing Culture o The Week That Was. Incluso los tiempos de aquella rabiosa dicotomía Prince/Michael Jackson, que parecían obligar a posicionarse sin fisuras, parecen haber pasado a mejor vida. La devoción por el primero nunca mermó, pero Tame Impala asumen sin ambages la influencia del segundo, mientras el propio Sufjan Stevens -tan parco últimamente en sus discos- anuncia que su próximo trabajo concretará una larvada influencia del malogrado dueño de Neverland. Quizá porque los placeres generacionales, en lo positivo y en lo negativo, cada vez tienen menos de culpables.
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