¿Cambian las películas o cambiamos nosotros? Algunas nos parecieron obras maestras cuando las vimos por primera vez. Ahora, al revisarlas, les encontramos “agujeros negros”. A Desayuno con diamantes, por ejemplo.
Cambiamos nosotros, pero también algunas películas. Nosotros, antes, “éramos otros”, pero ellas también pudieron ser otras. He renunciado a mi antigua certeza de que somos los espectadores quienes evolucionamos –para bien o para mal- y no los filmes que amamos hace un montón de años. Ahora creo que ciertas películas tienen vida propia y que el paso del tiempo las corrompe o les proporciona nuevas energías. Y eso depende de su veracidad interna, más que de los espectadores.
Intento explicarme con un filme que ilustra esa vuelta de tuerca al pasado: Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961), interpretada por Audrey Hepburn (Holly Golightly), George Peppard (Paul Varjak) y Patricia Neal, con un guion de George Axelrod basado en la novela de Truman Capote Desayuno en Tiffany’s (1958). Considerada por mí durante décadas como una gran película, en el siglo XXI me parece un dulce con exceso de azúcar y algunos ingredientes indigestos.
No es Desayuno en Tyffany’s lo mejor de Capote. Es tan solo –aunque lo que voy a decir sea en realidad mucho- un encantador relato corto sobre dos jóvenes, Holly y Paul, que intentan sobrevivir con frágiles estrategias en un Nueva York fascinante y capaz de engullirse personas de un solo bocado. El mejor Capote es el de A sangre fría (1966), obra maestra que le encumbró y le destruyó, el de Otras voces, otros ámbitos (1948) y el de los maravillosos cuentos y trabajos periodísticos recopilados en Música para camaleones (1980), -anecdotario personal: ese libro, editado en España por Bruguera, me lo regaló el mítico galerista Fernando Vijande, que expuso la obra de Warhol y le trajo a a Madrid en enero de 1983.
El tumultuoso y brillante Truman no se atrevió a dejar claro en Desayuno en Tiffany’s que Paul, escritor primerizo intentando abrirse camino en una ciudad hermosa e implacable, era un trasunto de su propia personalidad. En la narración no se dice nada sobre la sexualidad de Varjak. En aquella época, más puritana que la actual, el gran público no habría aceptado con gusto a un protagonista gay. En la novela no hay una historia de amor entre Holly y Paul. Cuando vi Desayuno con diamantes, creo que en 1962 -yo no era más que un chiquillo en la España del franquismo- no había leído Desayuno en Tiffany’s y desconocía estos pormenores. Capote quería a Marilyn Monroe para interpretar a su Holly. Los productores y Blake Edwards optaron por una actriz radicalmente distinta: elegante, bella y sexy, pero menos carnal y voluptuosa, más para todos los públicos.
La tarea –llamémosla censura– de endulzarlo todo no terminó ahí. Mal que bien, en la novela queda insinuado que Holly es una prostituta. Sofisticada, fina y creativa, pero prostituta. En la película, no. Holly es únicamente una joven de compañía de mafiosos y novia de un millonario brasileño, José Luis de Vilallonga. Cuando vi Desayuno con diamantes no sabía nada de todo esto, porque la glamurosa película maquillaba a conciencia el trasfondo más arisco. El caramelo fílmico, con actores estupendos, una preciosa y sentimental música de Henry Mancini y los escenarios naturales de la Quinta Avenida neoyorquina, me lo tragué entero, sin cuestionar nada de lo que me contaban. Mi ignorancia era mía y solo mía, pero Hollywood la manipulaba. El fin de la inocencia conlleva luego un ajuste de cuentas con algunas cosas. Lo que me parecía brillante hace más de cincuenta años, me parece en la actualidad una bonita mentira envuelta como un vistoso regalo. Además, la última secuencia, con la búsqueda del gato bajo la lluvia y el beso de los enamorados, es un falso final feliz. Tras la palabra fin, intuimos que esa relación no durará ni tres meses. Esos engaños tranquilizadores, para que saliésemos contentos del cine, son evidentes en 2016. En 1962 no lo eran tanto. Con el paso de los años la película ha envejecido mientras nosotros aprendíamos lo caro que se paga un descabellado peine amoroso.
Si se rueda una nueva versión de Desayuno con diamantes me gustaría que Scarlett Johansson interpretase a Holly. Y Chris Hemsworth, en plan chulo de lujo, a Paul. En el papel de dama adinerada manteniendo a su gigoló Paul, una Elsa Pataky caracterizada de señora mayor, como ya hicieron con una Patricia Neal que en 1961 solo tenía 35 años. Imagino a los renovados Holly y Paul adictos a las redes sociales, vulnerables, sensuales y dispuestos a ganarse la vida como puedan, sin moralina alguna. Sería un remake desvergonzado y explícito, posiblemente por debajo del discutible clásico de Blake Edwards. No sé, habría que verlo. Aunque fuese muy inferior, al menos tendríamos la satisfacción de que no nos habían contado trolas. Bueno, pensándolo bien, esta también es una época mentirosa. Pero las engañifas son de otro tipo.
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