A estas alturas de su película, 57 años delante de una cámara y 47 detrás, Clint Eastwood no precisa demostrar nada a nadie, ni siquiera a sí mismo. Trabaja porque no le gusta quedarse en casa, porque sigue apeteciéndole contar historias que le interesan, y porque cuenta para ello con su productora de siempre a la hora de proporcionarle medios y removerle obstáculos. Decano con diferencia entre los directores en activo, último eslabón que enlaza el antiguo sistema de estudios de la era dorada de Hollywood, con lo que prefiramos creer que es hoy la meca del cine, a Eastwood se le considera por ello el último cineasta clásico. Quedamos pues en que Eastwood elige los temas que le da la gana y los rueda a un ritmo sorprendente. Su última muestra, Tren a Paris 15:17 (The 15:17 to Paris, 2018), incide en esa búsqueda permanente de la concisión y la claridad narrativa al servicio de aquello que se cuenta. En esta ocasión Clint ha decidido ser más Eastwood que nunca, y ha convertido su apuesta en una especie de docudrama, empleando como reparto a los mismos protagonistas de la historia real que cuenta, una brecha de realidad que se ha colado dentro del cine a través de tres muchachos que no habían actuado antes en una película, pero que se conocen de memoria este papel.
Posiblemente haya cargado demasiado la mano en el intento, probablemente no haya historia para 90 minutos, y es casi seguro que todo el proyecto va a recibir palos a diestro y siniestro, para ser después saldado en rebajas. Da lo mismo. El sonsonete de esta puede ser la última película de Clint Eastwood hace tiempo que pasó a mejor vida.
Hay quienes comentan que el cineasta con mayúsculas termina en Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006), y que su personaje o buque insignia lo hace, forzando la emotividad, en Gran Torino (Gran Torino, 2008). Desde entonces han pasado 10 años y Eastwood ha seguido funcionando casi a una media de film anual. Si exceptuamos Gran Torino y la atípica Más allá de la vida (Hereafter, 2010), el cineasta ha decidido, en esta penúltima etapa de su carrera, centrarse en historias reales que le ofrecen la posibilidad de explorar las miserias escondidas detrás de sus protagonistas, mayormente héroes por accidente, conveniencia o desquicie. El biopic pasado por la termomix de Eastwood ha ido revelando las líneas de sombra propias de tótems acostumbrados hasta entonces a vivir del respeto.
Cartas desde Iwo Jima viene a ser la parte más interesante de un díptico que cuenta la misma batalla desde el punto de vista de ambos contendientes. Su reverso americano, Banderas de nuestros padres, (Flags of our Fathers, 2006), proyecto bendecido por Steven Spielberg –que oficia de productor–, y con guión de un Paul Haggis entonces en la cresta de su popularidad, está centrado en la icónica foto de la bandera americana alzada por tres soldados en las playas de Iwo Jima, y la posterior utilización mercantilista de la misma y de los mismos. La producción más cara de Eastwood había dejado una sensación de algo que se queda a medio hacer. Cartas, mucho más modesta en intenciones y concebida casi por casualidad, diseccionaba la personalidad del comandante nipón Kurabayashi, un dandi elegante admirado tanto por sus soldados como por sus anfitriones americanos, cuando los tiempos y los enemigos eran otros, y que debe planificar una defensa imposible ante el ataque final de los USA.
Íntegramente rodada en japonés (Globo de oro a la mejor película no inglesa de 2006), con una fotografía obra de Tom Stern, en tonos tan apagados que rozan el blanco y negro, y que acentúan la claustrofobia de un ejército encerrado en cuevas a la espera de su exterminio, Cartas desde Iwo Jima se nos presenta filmada con una cadencia que hace preguntarnos si al mando del timón no estarán un Ozu o un Kurosawa. Sin duda estamos ante uno de los mejores momentos de Eastwood como realizador.
El intercambio (Changeling, 2008) o la odisea de Cristine Collins, telefonista entregada a la causa de dar con el paradero de su hijo desaparecido inexplicablemente, y al que la corrupción e inoperancia policial de Los Angeles le devuelven el chiquillo que no es, para acusarla posteriormente de demencia, termina revelando una sórdida intriga de secuestros con psicópata de por medio. Pese al acaparamiento del metraje por una Angelina Jolie en modo “búsqueda del premio de la Academia”, El intercambio es competente, y se sostiene por la intriga de su historia, y la lucha de su protagonista contra fuerzas que la superan en todo salvo en tesón.
Invictus (2009) se centra en la figura de Nelson Mandela, y se ubica en los primeros años de un vacilante post-apartheid. Lo interpreta Morgan Freeman, cuya carrera parecía destinada de siempre a encontrarse con este papel. La necesidad de un aldabonazo que despierte la conciencia nacional de una Sudáfrica secuestrada hasta entonces por un régimen anacrónico y brutal, y la personificación de aquel en el limitado equipo de rugby sudafricano capitaneado por Matt Damon, viene a ser un llamamiento continuo a la épica, que curiosamente encuentra más respuesta en las apariciones de su protagonista, que en la acción que se desarrolla en el terreno de juego.
J. Edgar (2011) era una apuesta largamente esperada, Eastwood poniendo el foco sobre un residente de la penumbra, el eterno mandamás del FBI Edgar Hoover. Impecablemente filmada, resulta también demasiado larga, y arrastra la losa de desaprovechar a Leonardo Di Caprio, a base de volver aburrido a un personaje fascinante, por cuanto por él pasaba buena parte de la información clasificada en los USA de mediados del siglo pasado. La recepción más bien tibia del film anima a Clint Eastwood a cancelar proyectos mientras da vía libre a otros. Así da carpetazo a una nueva versión musical de Ha nacido una estrella, presumible vehículo de lucimiento para una improbable Beyoncé. También rechaza un cameo en la franquicia Mercenarios (The Expendables), recurso a la nostalgia al que parece bien abonado Sly Stallone. Acepta en cambio volver a ponerse delante de la cámara como ojeador de béisbol en Golpe de efecto” (Trouble with the curve, 2012), un favor en su salto a la dirección a Robert Lorenz, uno de sus escuderos de la productora Malpaso.
2014 presenta dos nuevas aventuras de Clint Eastwood: Jersey Boys y El francotirador (American Sniper). La primera narra el ascenso y la caída de The Four Seasons, una máquina de melodías pegadizas que aconteció en la década de los 50, y que se echó a perder por las rencillas entre sus componentes. El problema de esta historia es que ni ella ni su reparto son demasiado atractivos, y el llamamiento se queda únicamente para incondicionales de una época y su música.
El francotirador es un fenómeno curioso que desconcierta a todo ojo crítico, por la decisión del director de pasar de puntillas a la hora de juzgar a alguien tan contradictorio como el Navy Seal Chris Kyle, una máquina de matar enemigos que acumula medallas al tiempo que ve derrumbarse su vida familiar. Hablamos con diferencia de la película más taquillera de la carrera de su director, principalmente porque sabe tocar (lo que parece y no es fácil) el punto exacto que galvaniza al patriotero impenitente que anida en mucho americano medio, y en la mayor parte del americano profundo. Ser más rentable que nunca a los 84 años de edad, no le asegura a Eastwood una nueva nominación al Óscar, cosa que sí que sucede con muchos otros apartados de la película.
Sully (2016) representa en cambio al héroe que se limita al trabajo bien hecho, y es de lo mejorcito que ha salido en años de la fábrica Eastwood. Engañosamente sencilla, deviene un mecanismo de relojería que sucede como en un suspiro, apoyada esencialmente en el personaje del piloto representado por Tom Hanks, un actor extraordinario en un continuo momento de forma extraordinario. Sully pareció en su momento abrir la senda a nuevos héroes a los que el sistema buscaba posteriormente las cosquillas: Es el caso del vigilante de seguridad Richard Jewell, que en los Juegos Olímpicos de Atlanta 1996 alertó de un paquete bomba, y salvó con ello muchas vidas en la posterior evacuación, para pasar sin solución de continuidad a ser considerado como sospechoso del atentado. The Ballad of Richard Jewell tenía visos de ser el afortunado reencuentro entre Eastwood y Di Caprio, pero se quedó en las intenciones. Las mismas que han llevado al director y a sus tres jóvenes protagonistas, a este tren con terrorista incluido hacia París.
Pero aún queda una apuesta y a priori, apunta a hype apasionante. El regreso de Clint Eastwood al dueto dirección-interpretación, con The Mule, la rocambolesca historia de Leo Sharp, veterano de la II guerra mundial y horticultor, que a los 80 años y cansado de su pensión miserable, decide iniciar una segunda carrera como correo del cártel de Sinaloa, transportando durante una década las remesas de droga a introducir en USA, y a agenciarse por ello un millón de dólares libres de impuestos al año. Si los hados se juntan, Eastwood debería tener listo este dulce para 2019, casi nonagenario. Pero demasiado joven aún para quedarse en casa.
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