Las derrotas de Carlsen son tan escasas que carece del entrenamiento adecuado para morder el polvo con elegancia. En el reciente campeonato del mundo de partidas relámpago, reveló que no tiene temple en los momentos amargos del ajedrez.
El torneo se jugó el pasado octubre en Berlín. Todo le iba bien a Magnus Carlsen, joven, apuesto y brillante campeón del mundo, uno de los mejores de la historia del ajedrez. Carlsen terminó invicto en el Mundial de Rápidas. Quince partidas y ninguna derrota. Logró muchas victorias –en las que todos doblegaron su rey con deportividad ante el gran Carlsen- y algunas oportunas tablas. Fue, una vez más, el número uno sin tener que esforzarse demasiado en conseguirlo. Con sus deslumbrantes victorias consiguió revalidar el título mundial en la especialidad de rápidas (el año pasado también lo ganó en Dubai). Todo iba sobre ruedas.
Las tornas cambiaron en la posterior fase del festival ajedrecístico. Cuando en los días siguientes se disputó la modalidad de partidas relámpago, a Carlsen no le salieron tan bien las cosas. En esta ocasión el campeonato de Blitz lo ganó el treintañero Grischuk con 15.5 puntos en 21 partidas. Carlsen quedó sexto tras perder, vaya sopresa, tres veces. Al final de cada una de las derrotas que sufrió, sus gestos de malhumor fueron continuos. Se enfadó de modo aparatoso, sobre todo tras perder con el gran Ivanchuk. Podemos ver en el vídeo -qué impertinentes son algunos testimonios visuales- cómo Magnus se levanta del asiento poseído por la ira y cómo lanza el bolígrafo sobre la mesa. El introvertido Ivanchuk le mira, algo sorprendido, pero no dice nada. Se marcha, contento y alborozado, a entregarle la planilla al árbitro. Carlsen se aleja entretanto con evidente auto-enfado mientras la indiscreta cámara sigue sus pasos.
No me extrañaría nada que al llegar a la habitación de su hotel rompiese a llorar. Los hombres también lloran y las derrotas en el ajedrez duelen mucho. Sobre todo si no se está habituado a ellas. Carlsen, hay que decirlo en su honor, se disculpó horas más tarde. Pero su momento de furia y debilidad psicológica quedó inmortalizado por la tecnología moderna. La realidad tiene ahora mil ojos.
En el Gambito de Valencia -mi club, que este año cumple su 75 aniversario, es uno de los más antiguos de España-, a muchos jugadores nos divierte recordar la personalidad de un simpático aficionado a las partidas de café, que hace décadas se disputaban en nuestra sede social. Partidas relámpago sin necesidad de reloj. Se jugaba muy rápido y en paz. Vicente del Rincón, así se llamaba el muy débil y muy voluntarioso ajedrecista, nunca ganó una partida según afirman algunas malas lenguas. Ni por casualidad llegó a dar un jaque mate, aunque bien cierto es que nunca se cansó de intentarlo, con la terquedad de su carácter aragonés. Tampoco se enfadó jamás con nadie. Al revés, abandonaba el combate con una sonrisa, alegres bromas y palabras afectuosas hacia sus contrincantes. De vivir ahora -no lo sé porque le perdí la pista-, el bueno de Vicente tendría en torno a los 90 años.
Lo que es la vida: De haber coincidido ambos en el tiempo y ante el tablero, Carlsen le hubiese podido enseñar a Vicente del Rincón determinados planteamientos, trucos, celadas y estrategias para ganar algunas partidas. Una al año, por lo menos. Y Vicente, el peor jugador del mundo, le habría podido ayudar a Carlsen, el mejor jugador del mundo, a perder sin necesidad de reventar bolígrafos.
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