En la mitología tecnológica del siglo XXI, la blockchain ocupa el altar que antes ocuparon los manifiestos utópicos del ciberespacio. Se nos prometió descentralización, libertad y transparencia. Pero lo que la cultura digital ha recibido a cambio es una distopía financiera disfrazada de innovación artística. En un mundo dispuesto a digitalizar hasta el aura de la obra, los NFT no han hecho sino exacerbar el fetichismo de mercado, trasladando la lógica del coleccionismo especulativo al territorio fluido e inmaterial del arte digital. La tecnología blockchain en la que se sustentan los NFT no descentraliza el poder: lo redistribuye entre nuevos propietarios con mejor dominio del código y del capital, porque cuando la tecnología se convierte en fe, el pensamiento crítico se convierte en herejía.
La blockchain nació envuelta en el relato heroico de la liberación tecnológica: códigos abiertos, redes sin amos, transparencia para todxs. Sin embargo, en una ecología del pensamiento artificial toda promesa emancipadora que asume la técnica como neutral, termina consolidando las mismas estructuras de poder que pretendía disolver. Convertida hoy en dogma, la cadena de bloques ya no necesita demostrar su utilidad. Las start-ups repiten un credo de descentralización mientras levantan murallas de propiedad intelectual más altas que las del antiguo régimen museístico.
El arte, ese espacio donde lo simbólico dialoga históricamente con lo común, ha sido reclutado como aval emocional de un mecanismo especulativo. El Non-Fungible Token no certifica cualidades estéticas ni contextos críticos: certifica la escasez artificial de un hash, una firma algorítmica, convertida en fetiche. La supuesta “aura digital” que se ofrece al coleccionista cripto no es sino la misma lógica de la burbuja financiera que en 2008 fracturó la economía global: comprar un activo porque mañana valdrá más, no porque hoy signifique algo. Mientras lxs artistas pionerxs del net-art de los noventa combatían la mercantilización con licencias copyleft y prácticas colaborativas, la industria NFT proclama la victoria definitiva del contrato sobre la poética. Allí donde la obra digital era reproducible ad infinitum, se impone ahora la escasez como condición de prestigio. El aura benjaminiana, tanto tiempo debatida, ha sido reemplazada por la tiranía del smart contract.
Cuando la tecnología se convierte en fe, el pensamiento crítico se convierte en herejía.
Quienes acusan a los museos de custodiar tesoros ignoran que el ecosistema cripto consolida élites aún más opacas: whales que acumulan tokens como grandes ballenas financieras que influyen en el mercado con una sola transacción; exchanges, las casas de cambio digitales, que no solo intermedian, sino que regulan la puerta de entrada al mundo cripto, seleccionando quién participa y bajo qué condiciones; y marketplaces privatizados que fijan comisiones, establecen normas unilaterales y actúan como nuevas casas de subastas digitales. Cambia la fachada tecnológica, no la estructura: de las cámaras blindadas al ledger, el libro de contabilidad distribuido, tan inviolable como ilegible para la mayoría, del tasador al oracle, el nuevo árbitro algorítmico que introduce datos del mundo real para validar contratos automáticos, del coleccionista al crypto-bro, ese perfil hegemónico de especulador digital, joven, masculino y neoliberal, que ha sustituido el entusiasmo por el arte por la obsesión por el rendimiento de su inversión.
Otra área relacionada con la blockchain es la creación de metaversos que han pasado de imaginar plazas públicas virtuales a parcelar el ciberespacio en solares de lujo. El paradigma urbanístico de la ciudad gentrificada se reproduce píxel a píxel: la comunidad rota se desplaza; la plusvalía permanece. Asimismo la fe blockchain reclama la inmunidad de lo inmaterial, como si el coste energético flotara en un limbo digital. Pero cada transacción en redes consume más electricidad que un hogar medio europeo durante un día completo. La factura la pagan ecosistemas que nunca recibirán un euro del gas fee. La sostenibilidad no puede evaluarse en informes de márquetin verde, sino en toneladas de CO₂ y litio extraído. Vincular las prácticas artísticas a infraestructuras de alto consumo perpetúa la ficción de un progreso ilimitado en un planeta finito.
Antes de la fiebre NFT existían genealogías críticas de arte y tecnología: hacktivismo, software art, movimientos D.I.Y. y redes P2P de conocimiento abierto. Su sentido era subvertir, no patrimonializar. Planteaban una comunidad de códigos. El tokenizado presente borra ese legado y reescribe la historia reciente para legitimar su evangelio: “nada tuvo valor hasta que llegó la cadena de bloques”. Reivindico, pues, una arqueología de prácticas que desbordan la lógica de la propiedad: repositorios autogestionados, licencias Creative Commons, laboratorios comunes o bibliotecas P2P que comparten datasets, no dividendos. Ese horizonte, más cercano a las pedagogías críticas que a la banca de inversión, mantiene vivo el proyecto emancipador de la cultura digital.
El reto de nuestra época no es dotar al arte de certificados criptográficos, sino preservar su capacidad de imaginar otras formas de vida, desbloqueadas, libres y sobre todo, comunes.
Desenchufar la blockchain del imaginario artístico no significa repudiar toda tecnología. Significa, más bien, recuperar la capacidad de imaginar infraestructuras distintas: redes basadas en la confianza, no en la criptografía del miedo; economías de la abundancia, no de la escasez simulada; archivos vivos, no bóvedas tokenizadas. Significa reconquistar la dimensión política del arte digital, su potencial de interpelar al presente, de cuestionar quién controla los protocolos que ordenan nuestra atención, nuestros cuerpos y nuestras emociones. La técnica seguirá reconfigurando la esfera estética; la cuestión es bajo qué ética y para quién. Si la blockchain solo nos ofrece nuevas cadenas de algoritmos, invisibles, vendidas como libertad, quizá sea hora de buscar otras arquitecturas. Hay más mundo que mercado, más comunidad que token y, sobre todo, más futuro que el que la especulación financiera está dispuesta a registrar en su ledger.
La crítica cultural no puede limitarse a denunciar la huella energética ni la burbuja económica; debe señalar la captura del deseo creativo por parte de narrativas corporativas que convierten la promesa de descentralización en negocio centralizado. Allí donde tantos ven un nuevo Renacimiento digital, yo observo una cadena de humo: brilla, pero se desvanece. El reto de nuestra época no es dotar al arte de certificados criptográficos, sino preservar su capacidad de imaginar otras formas de vida, desbloqueadas, libres y sobre todo, comunes.
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