El fondo del mar esconde tesoros en forma de botellas de vino. Si conoces las coordenadas o te lo permite el bolsillo podrás probar estos vinos de las bodegas submarinas.
Final de verano.
Un amigo me cuenta que a principios de los 70 unos pescadores de su pueblo llevaban a los turistas a dar un paseo en sus barcas y que llegado un punto de la travesía tiraban el ancla y se lanzaban al agua para “pescar” del fondo del mar enormes sandías, bajo la incrédula mirada de los extranjeros. Evidentemente, algún pescador iba la tarde anterior con su barca cargada de sandías y las dejaba caer desde la borda para volver al día siguiente al mismo punto y dejar boquiabierto al público. Hermosa picaresca.
Quizás es la versión más inocente y plebeya de aquellos tesoros que esconde el mar. Y no hablo de las indeseables prospecciones petrolíferas, sino de aquellos cofres llenos de oro y joyas de navíos hundidos que llenaban la imaginación de la niñez. Aunque no todo es fantasía. Dicen que en más de una ocasión han encontrado en los restos de un naufragio botellas de champagne que, además del precio desorbitado que alcanzan en las subastas, al descorcharlas estaban en perfectas condiciones de consumo.
Quién sabe si es esa leyenda la que ha llevado a varias bodegas a lo largo de todo el mundo a probar suerte en una iniciativa a mitad camino entre la aventura, la innovación, la diferenciación y el marketing. Hablo de las bodegas submarinas.
Eso debieron pensar los creadores de Maryamm, nombre de diosa del mar fenicia, el primer cava que duerme y realiza la segunda fermentación durante 18 meses en las instalaciones en Sitges de Tempus Mare, un criadero de peces.
En Chile, la bodega Viña Casanueva lleva haciéndolo con sus vinos desde hace años en aguas del Pacífico y han exportado la idea a la Costa Brava con la colaboración del centro de inmersión de Cala Llevadó donde puedes bucear hasta alcanzar tu botella de Cavas Submarinas, cuyo valor añadido es que no se vende en tiendas. Habría que preguntar a un tritón contemporáneo qué le parece tanto trasiego para un vino que finalmente busca la tranquilidad de las aguas para dejarse mecer y mimar.
Menos distancia recorren los vinos de la bodega Vallobera que, desde la Rioja alavesa, desembarcan en San Carlos de la Rápita y cuyas botellas de Terran Perla reposan en las bateas durante 6 meses en las mismas condiciones que las ostras y los mejillones, testigos ajenos de la exclusividad que les rodea.
Sin salir del Mediterráneo, hace unos meses me contaba ilusionado Pepe Mendoza, enólogo comprometido con el medio ambiente y viticultor de bodegas Enrique Mendoza, que se había embarcado gracias al entusiasmo de un amigo buceador profesional en el proyecto de una bodega bajo las aguas del Peñón de Ifach, en Alicante. Allí descansan ahora las botellas de vino Vina Maris chardonnay y de Vina Maris monastrell a 25 metros de profundidad sin saber lo que se cuece en estas costas.
Puede que no sean cantos de sirena y que realmente el mar, con la ausencia de luz, la temperatura y presión casi constantes, el movimiento ejercido por las olas, las mareas y corrientes, así como la salinidad del entorno haga posible que los vinos ganen en singularidad y que alcancen matices diferentes a sus hermanos de tierra.
Quizás por eso Bajoelagua Factory en la Bahía de Plentzia en Vizcaya, haya eliminado la palabra crianza y hable de sus vinos atesorados en el fondo del mar, en ese bravo mar donde han conseguido ubicar sus instalaciones y cuyos módulos metálicos actúan como un arrecife artificial, morada improvisada de numerosas especies de peces. Han escogido bien el nombre, Crusoe Treasure, superviviente a naufragios.
Garum Submarino en Cádiz, con sus botellas encerradas en vasijas de barro, o Bodegas Espelt, en el Cap de Creus, con la colaboración de El Bulli, también se dejaron llevar por esta aventura.
Si Poseidón levantara la cabeza no daría crédito.
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