La Nouvelle vague pretendía cambiar la forma de hacer cine, pero esa especie de irreverencia —que partía de reconocerse capaces de conseguirlo— no les hizo precisamente simpáticos para mucha gente, que los tildaba machaconamente de advenedizos. Quienes lo hacían se equivocaban pensando que esto les incomodaría. El grupo no se casaba con nadie y esta independencia les llevaba a hacer oídos sordos al resto del mundo.
No venían a saldar cuentas pendientes ni a reafirmar egos. No solo discrepaban de un Hollywood con sus propios problemas en forma de desintegración del sistema tradicional de grandes estudios. Tampoco soportaban el anquilosamiento y decadencia de su propia industria, atrapada en historias tan comerciales como insustanciales, sustentada desde hacía demasiado tiempo por la misma gente. En suma, no pretendían ponerse delante de la vía por donde transitaba el cine tradicional, sino ejercer de guardagujas que dirigieran la circulación hacia vías que no estuvieran muertas ya desde un comienzo.
Habían ido montando su tienda de campaña a lo largo de los años 50 del pasado siglo, un esqueleto formal teórico compuesto de un puñado de líneas a seguir dictadas por el sentido común. Al alejarse de las grandes productoras y presupuestos, dirigían sus pasos a lo esquemático, a vivir de lo que daba la tierra, en este caso la ciudad, sus exteriores y la improvisación de los intérpretes. Habían germinado alrededor de la revista de cine Cahiers de cinéma, y por tanto creían reconocer a nivel formal lo que quedaba bien y lo que quedaba mal en pantalla, al igual que les bastaba un simple vistazo a los clásicos admirados, para distinguir al genio del oficinista que venía a rodar la película que le hubieran encargado.
Aunque el padre espiritual del movimiento fuera Jean Pierre Melville (maestro absoluto de esa revisión hierática del cine negro que se llamó el “polar”), y el referente estético Roberto Rossellini, ninguno de los dos pusieron en marcha el proyecto. Este echó realmente a andar con Los 400 golpes (1959) de François Truffaut, y la presentación en sociedad del alter ego del director: el personaje de Antoine Doinel. Premios y notoriedad aparte, el film era en sí un catálogo del nuevo movimiento: Predominio de exteriores, sonido directo, historias realistas que no casaban con la complacencia (ni siquiera con la esperanza) y se refugiaban en un “y la vida sigue”. Como marchamo final, un guion que nunca podría encorsetar la narración, al dejar a las ideas respirar continuamente.
Por si esta primera piedra de toque no bastara, casi inmediatamente se estrenaban Hiroshima mon amour (1959) de Alain Resnais, y Al final de la escapada (1960) de Jean-Luc Godard. El movimiento había pasado en unos meses de la teoría a la práctica. A Truffaut, Resnais y Godard, se unirían Agnès Varda, Eric Rohmer, Jacques Rivette y más tangencialmente, Louis Malle y Claude Chabrol. Y con ellos una serie de caras nuevas o casi nuevas como Jean Paul Belmondo, Jeanne Moreau, Anna Karina, Emmanuelle Riva, Jean Seberg o Jean Pierre Léaud. Unos y otros se apoyaban en vehículos tan reconocibles como El año pasado en Marienbad (1961) de Resnais, Jules et Jim (1962) de Truffaut; Bande apart (1964) de Godard, o La rodilla de Clara (1970) de Eric Rohmer, por elegir un puñado de ejemplos. El resultado es que acapararon toda la atención de los festivales de su tiempo, provocaron reacciones apasionadas a favor y en contra, y aun sin pretenderlo, terminaron cambiando el paisaje que les rodeaba.
Una leyenda como Alfred Hitchcock reconocía estar técnicamente a años luz de esos chicos de Francia, al tiempo que accedía a ser radiografiado por uno de ellos, para dar origen a un Opus Magnum como El cine según Hitchcock, de Truffaut y Chabrol, una entrevista de estudiantes a maestro convertida en lección magistral. Billy Wilder, en cambio, no desaprovechaba un momento para ponerlos verdes y asegurar que en sus películas las únicas lágrimas auténticas eran las de sus productores. Pero incluso en esta inquina había cierta mezcla de admiración y envidia ante la novedad y ruido que generaba el movimiento. A lo largo de esa década de los 60 y especialmente en la siguiente, las maneras de esta Nueva ola cruzaron el Atlántico y acabaron tiñendo a Hollywood de un realismo sucio cuyo abanderado, Cowboy de medianoche (1969), obra capital de John Schlesinger, les debe algún que otro reconocimiento.
El movimiento pasó su climaterio sin mostrar claramente donde iniciaba su declive, aunque dudamos que esto llegara a importar a sus componentes, enfrascados en sus maneras particulares de contar historias. Ninguno de ellos firmó su acta de defunción. Godard, reconocido como verdadero guardián de las esencias, no se alejó un milímetro de su camino, empecinado en una marca de fábrica especializada en fascinar o dormir al público. Truffaut, el más “americano” de todos, el que más se atrevió también a ambos lados de la cámara, consiguió de hecho un nombre al otro lado del charco, y hasta fue homenajeado por el nuevo enfant terrible USA, Steven Spielberg, que lo reclutó para una aventura mítica, Encuentros en la tercera fase (1977), donde incluso su nombre, Lacombe, era una referencia a otra obra de Louis Malle, Lacombe Lucien (1974). Varda fue mutando sus historias realistas en docudramas aún más crudos, empeñada en meter dedos en los ojos con el fin de despertar conciencias. Eric Rohmer dejó sus cuentos morales teñidos de amargura por relatos más vitalistas y hasta podríamos decir optimistas.
Exceptuando a Truffaut que nos dejó muy pronto, en 1984, los componentes de la Nouvelle vague han disfrutado de una longevidad que en algún caso ha mostrado lo inmutable que puede resultar una carrera cinematográfica a lo largo del tiempo. Hasta bien entrada la primera década de este siglo, Alain Resnais o Jacques Rivette facturaban obras reseñables (On connait la Chanson o Va savoir, respectivamente), pero finalmente la biología los hizo desaparecer a todos. Varda se marchó en 2019 tras dos maravillosos documentales, con mención especial a Caras y lugares (2017), un recorrido fotográfico personalísimo por esa Francia vaciada que desconocemos, y que consigue hacernos pasar sin darnos cuenta de la calidez al estremecimiento. Godard, último testigo, desapareció esta semana dejando como testamento otro documental, El libro de las imágenes (2018), último campo de batalla para sus partidarios y detractores.
A estas alturas de la historia podríamos asumir que no han tenido sucesores reconocidos, aunque el Nuevo cine alemán de los 70 les seguía de cerca, y el Movimiento Dogma 95 les pidió prestado sin consultar, la cámara en mano y una improvisación llevada tan al extremo que igual habría hecho arquear las cejas a toda la redacción de Cahiers.
En un siglo, un tiempo y un cine que no se detiene demasiado en mirar hacia atrás, acaso por no obligarse a recordar tiempos mejores, esta cuadrilla de teóricos no demasiado simpáticos, parecen darnos la espalda en la foto de grupo, como contemplando el incendio que ellos originaron, y preguntándose si todo aquel esfuerzo para cambiar el mundo y con él sus fotogramas, valió realmente la pena.
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