El teléfono móvil ha cambiado por completo la forma que tenemos de experimentar la música en directo. No parece importar tanto el vivirlo como el demostrar —a cientos, a miles de desconocidos a través de redes sociales y grupos de whatsapp— que lo estamos viviendo. A tope. Aunque sea con un aparatejo haciendo de intermediario, dejándonos los ojos a través de una diminuta pantalla y arruinando (de paso) la visión al tipo o tipa que tenemos detrás. Incluso la vieja estampa de mecheros encendidos en ristre —tengo un amigo que aún tiene pesadillas con la imagen de su padre sosteniendo en alto un mechero ante una balada de Duncan Dhu en una plaza de toros, cuando él aún era adolescente— ya es historia: hace años que su luz cálida se permutó por la gelidez de las linternas de los móviles.
No son pocos los músicos que también han entendido que la vivencia de la música en directo, ya de por sí de naturaleza tan única e inaprensible que resulta ridículo tratar de envasarla en unos cuantos megas dentro de un terminal para (además) no volver a reproducirlos (¿qué hacen luego los dueños de esos móviles con todo ese material? ¿Lo difunden en youtube? ¿Lo reciclan como las croquetas del cocido? ¿Lo convierten en basura digital?), tiene poco que ver con un mar de dispositivos móviles empuñados por autómatas como si se tratara de un viejo capítulo de Black Mirror.
Bob Dylan los prohíbe en sus conciertos. Y créanselo: el primer cuarto de hora de sus shows —hasta que el personal se viene arriba y empieza a pasarse por el forro la recomendación— son plácidos recordatorios de lo que eran esta clase de bolos hasta hace solo unos años. Comunicación directa con el artista, mínima distracción. Música y solo música. Nadie pendiente de porcentajes de batería, flashes, zooms, tarjetas de sonido, definición de imagen, encuadres y demás zarandajas que no deberían haber salido nunca (al menos en un concierto) del ámbito de intereses de los fotógrafos profesionales. Como espectador, se agradece, y mucho; es como retroceder más de veinte años y no por nostalgia ni porque cualquier tiempo pasado haya de ser mejor, sino por mera higiene mental. Y por respeto al vecino. Qué paz.
El británico Skepta hizo lo propio el pasado verano durante su show Dystopia987 en el Manchester International Festival, tratando de que el público conectara con el espíritu original de la cultura rave, en la que el teléfono —y fijo— solo se utilizaba como modo de rastreo y localización, nunca como parte de la fiesta. Cualquier espectador que exhibiera su móvil sería acompañado hasta la puerta por el personal de seguridad. Todo por el disfrute directo de la experiencia, por la conexión directa con el prójimo. De eso iba también el sentimiento colectivo e idealista de aquella cultura, antes de que cada uno de nosotros nos encerrásemos en nuestros respectivos perfiles, dispositivos y nicknames.
Músicos como Jack White y bandas como Tool ya hace algún tiempo que vetan la entrada de teléfonos celulares. Y la tendencia irá irremisiblemente al alza. Como los hoteles sin niños, la leche de soja, los festivales con ludoteca o esos asistentes virtuales que tienen forma de huevo. Hace un par de semanas, León Benavente ofrecían un concierto exclusivo de presentación de su nuevo álbum en el Teatro Circo de Murcia, para apenas ochenta personas. Servidor tuvo la suerte de acudir y de disfrutar de un set sin teléfonos móviles. La única forma de presumir en las redes de haber estado allí era fotografiar luego la entrada, que se asignaba por invitación. Tampoco había gradas, ni asientos, ni vallas, ni foso ni tarima. Nuestros ojos, a la misma altura que los de los músicos. Fue uno de esos extraños momentos de comunicación directa entre banda y público. Un oasis en medio de la histeria colectiva en la que vivimos.
Prince vetó los teléfonos móviles en muchos de los conciertos del último tramo de su carrera. Beyoncé reprendió a una fan que fue tan boba de perder la oportunidad de cantar cerca de ella en un concierto por estar más pendiente de grabarlo todo con su teléfono. The Lumineers, Bruno Mars, Björk, She & Him, Wilco, Neko Case, Kate Bush o Savages también han negado o directamente prohibido el uso de terminales móviles en los últimos años. Nadan a contracorriente, en tiempos en los que algunos géneros emergentes van tan ligados a la telefonía móvil que no se entiende que un fan irrumpa sobre el escenario para no inmortalizar (es un decir) el momento junto a sus ídolos, con la total connivencia de estos. En cualquier caso, y con la prevención que requiere la opinión de un tipo —como el abajo firmante— que suele salir en los selfies con cara de cabrero (con máximo respeto al gremio), incapaz de lucir esa trabajada apostura (e impostura) millenial, ojalá prospere su cruzada. Ojalá lo haga. En beneficio de todos.
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