Qué fácil es el juego de palabras. Regresión a San Sebastián, a las colas, las carreras y las prisas, a comer mal y dormir peor. Y cerrando el círculo, Alejandro Amenábar, que vuelve al cine con Regresión. Todo tan fácil y tan vacío, como su nueva película.
¿Quién hubiera pensado que aquel prometedor cineasta, que hizo del género su firma, con estilo y originalidad, que puso del revés los cánones y derrochó frescor con sus primeros trabajos, terminaría por acomodarse de esta manera? Que todas las influencias que recoge y aplica resulten en un artificio estético carente de contenido; Que en Regresión veas a Fincher, a Polanski o incluso a Hitchcock, pero los veas borrosos, tibios y diluídos, y que de aquel director que sabe construir y sorprender no veas ni rastro. Eso es Regresión, un recuerdo borroso, auto inducido y condicionado: Una imagen grotesca y distorsionada, pero sobre todo, una decepción.
Aún así, la técnica, la estética y la narrativa resultan impecables, y Amenábar sabe dirigir un thriller que gustará a los más apegados al género, y que cuenta con un siniestro punto de partida de lo más sugerente. Un marco -el de la psicosis del satanismo en la Norteamérica de los 90- que ya explorase Atom Egoyan (con similar resultado) en su cinta Condenados allá por 2013, y que plantea unas premisas que sumergen y someten al espectador desde el primer minuto, pero que se desvanecen poco a poco en una cinematografía, ya no solo entregada por completo a las maneras hollywoodienses sino carente de identidad.
Pero el Festival acaba de empezar, y los trabajos presentados a concurso -tres proyectados a estas alturas- arrojan conclusiones irregulares. No cabe duda de que Cesc Gay sabe como conectar con su público, y lo demuestra con Truman. Después de Una pistola en cada mano, de donde rescata a Javier Cámara y sobre todo a Ricardo Darín, el alma de la película, construye no sin esfuerzo una cinta pequeña, muy contenida, que toca temas grandes, quizás el último de todos, la muerte y su tabú. En una sociedad construida en torno al consumo, la vida incluida, ni se nos enseña ni queremos estar preparados para afrontar esa clase de pérdidas. Darín da vida a un actor, enfermo terminal, que harto de interpretar decide afrontar los acontecimientos con honestidad y coherencia, y Cámara, su viejo amigo, no hace sino actuar y poner cara de póker a las circunstancias precisamente por ese miedo a lo inevitable. Una pareja entrañable y diseñada especialmente para lucimiento del actor argentino, que sin duda alguna se perfila como un claro candidato a la Concha de plata gracias a un papel muy técnico y repleto de diálogos mordaces. Cesc Gay firma una tragicomedia que perfectamente podría haber caído en el melodrama, pero lo esquiva con gracia y acierto. Primera película de la Sección Oficial, y de momento, la más honesta, porque si por Terence Davies o Lucile Hadzihaliovic fuese, seguiríamos en un coma inducido.
Davies, quien ya optase a la Concha de oro por The Deep Blue Sea en el año 2011, se decanta esta vez con Sunset Song por una epopeya histórica ambientada en la Escocia de preguerra a principios del siglo XX. Una adaptación de la novela homónima del autor escocés Lewis Grassic Gibbon que dibuja el retrato de una mujer abnegada y presa de sus circunstancias. Azotada por la opresión y en constante lucha por su libertad, cuyas esperanzas siempre son lastradas por la realidad de su tiempo y su sociedad, Sunset Song resulta en una película muy pictórica, especialmente visual, que hace del tratamiento histórico su mejor arma, pero que como su protagonista camina sin tener muy claro el rumbo.
El discurrir de la trama diluye su mensaje, y una historia a priori de superación, adversidad y valentía, deviene por los terrenos del melodrama con una facilidad pasmosa. Ya desde el primer momento no pude alejar de mi cabeza la obra Christina´s World (es de hecho Chris el nombre de la protagonista del film) del pintor estadounidense Andrew Wyeth, no solo por las similitudes estéticas con muchos de los planos de la película, sino por la desesperación y soledad que transmite. La diferencia es que con uno de los dos trabajos te ahorras un par de horas de densidad. Pinchazo.
Y resulta curioso que en esta misma línea encontremos a la francesa Lucile Hadzihaliovic, porque su Evolution, siendo una pieza radicalmente distinta a la de Davies, se asienta en los mismos pilares. Evolution es una cinta tremendamente sugestiva, que teje un tentacular relato lovecraftiano de aislamiento frente al mar, y lo hace con un poderío visual inmenso. La fotografía construye, poco a poco una atmósfera siniestra, opresiva e irreal, que desgraciadamente promete más de lo que da. Lo visual carga con el peso de una historia alegórica, matriarcal, que no termina de definirse, y quizás lleve a más confusiones de las que pueda soportar. Abusa de sí misma, de su tempo y duración, y formaliza un trabajo que inserta imágenes muy potentes en tus retinas, pero poco más. Vaya por delante, eso sí, que tendría bien merecido el premio del jurado a la mejor fotografía.
Dejando a un lado las cintas a concurso, y para terminar con buen sabor de boca, hay que reseñar tres películas más, una de ellas avalada por el jurado de Cannes. Hou Hsiao-Hsien se llevó el premio al Mejor director en la pasada edición del festival francés y lo hizo con esta Perla llamada The Assassin. Un ejercicio de poesía visual abrumador, de un tempo narrativo preciso y sostenido. Meditada, potente y delicada al mismo tiempo. Una historia de venganza y redención muy propia del cine oriental que tiene su marco en la China del siglo IX.
Merecido premio a su realizador, como merecida la presencia de Pikadero en la categoría de Nuev@s Director@s. Una pequeña película coproducida entre España y Reino Unido que a las órdenes de Ben Sharrock nos habla, ya no de la crisis económica, sino de su impacto generacional. Una juventud desidiosa y apática retratada mediante una narrativa extremadamente detallista, que hace de la pausa un ejercicio estético y plástico. Simpática.
Sea como fuere, para dinamitarlo todo, ahí estaba él, Álex de la Iglesia. Ayer por la tarde arrancaba la primera proyección de Mi gran noche, con el teatro Principal hasta la bandera y la premisa de hacerlo saltar por los aires, y vaya si lo consiguió. Mi gran noche es sobre todo un ejercicio de ritmo frenético, de mano firme y de caos controlado, de personalidad y estilo. Como solo él sabe. Pero también es una orgía frenética en la que cabe todo. De la Iglesia dinamita los iconos del franquismo, destroza la pandereta y nos la lanza a la cara, descuartiza el mundo de la televisión, a sus productores y sus trabajadores, a sus estrellas y sus fans, carga contra la política, contra la corrupción y el gobierno. Se ríe de nuestros mitos a carcajadas, los que fueron y los que son. Mi gran noche es Álex haciendo lo que mejor sabe hacer y como mejor sabe hacerlo, ni más ni menos. Una gamberrada capulla, más compleja de lo que parece, que consiguió que muchos no parasemos de reír desde el primer minuto. Y sigo sin sacarme la cancioncita de la cabeza. Por cierto, impresionante Jaime Ordóñez con su impostado de Raphael.
Tímido comienzo aún así para un Zinemaldia que, en honor a la verdad, aún tiene guardadas la mayor parte de sus bazas. Veremos.
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