La sangre ha sido clara protagonista en los tres primeros días del 48 Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya Sitges 2015.
Decir que en Sitges las películas no se proyectan sino que se amontonan puede sonar a cliché, pero la realidad es que las proyecciones abarcan prácticamente las 24 horas del día en algunas jornadas, y con la mayor afluencia de público se evidencia el escaso margen entre pases, con los tan temidos y odiados retrasos en los horarios. Tradicionalmente, los tres primeros días hay sold out en casi todas las sesiones, las colas son astronómicas y se hace verdaderamente difícil caminar entre tanta gente. Claro que la incomodidad de estos días es inversamente proporcional al beneficio del festival: la taquilla está que arde.
En el Festival de Sitges hay películas donde el gore tiene una clara intencionalidad de diversión lúdica, pero hay otras donde el ánimo es exactamente el contrario y aquí se aplaude todo, lo uno y lo otro, lo que demuestra una preocupante falta no ya de madurez cinematográfica (que también) sino sobre todo de conocimiento básico de lenguaje cinematográfico. Precisamente, si ha habido una protagonista estos primeros tres días deSitges ha sido, sin duda, la sangre.
Se ha acumulado en las pantallas una cantidad tal de desmembramientos humanos que el festival ha parecido un matadero más que un festival de cine. Lo curioso es que los resultados han acabado siendo satisfactorios en la mayor parte de los casos, cuando no directamente estimulantes. Salvo una película de la que hablaré más tarde, todas las que han acumulado más litros de sangre este primer fin de semana responden al primero de los dos modelos que comentaba antes, el festivo. Bloodsucking Bastards (Brian James O’Connell, 2015) ofrece un retorcido retrato del abuso que se ha cometido en muchas empresas, al amparo de la crisis económica, donde se ha presionado al trabajador con la amenaza del despido como alternativa. El caso es que en la pequeña oficina donde trabajan los protagonistas de esta película la presión proviene de un jefe que es nada menos que un vampiro. Esto provocará en la segunda mitad del metraje un festival de sangre que no por rutinario y previsible deja de ser menos divertido.
En el caso de Turbo Kid (Anouk Whissell, François Simard, Yoann-Karl Whissell, 2015) el asunto de la hemoglobina, aun siendo destacado, queda en un segundo plano ante la generosidad de la propuesta. Generosidad entendida como sincero homenaje al cine italianoexploitation que en los años 80 saqueó sin remordimientos el universo generado por los Mad Max de Mel Gibson. En ese contexto, es fácil entender Turbo Kid como un crowd pleaserdestinado específicamente a un público como el de Sitges, público que sin duda debe adorar productos de los que esta película bebe sin miramientos, como Los nuevos bárbaros o 1990: Los guerreros del Bronx, ambas dirigidas por Enzo G. Castellari. Fuera de esta audiencia, sin duda Turbo Kid no encontrará la misma complicidad: la estética deslavazada y sucia y los ramalazos sanguinolentos, de indudable mal gusto, no me parecen muy del apetito de la audiencia de multisalas. Aquí en Sitges, sin embargo, ha sido una de las películas más rabiosamente aplaudidas, porque deja con un buen sabor de boca: es divertida, es referencial, hay chorrazos de sangre por todas partes y con la manguera a todo trapo, y al final los malos reciben su merecido de las maneras más horripilantes. Lo dicho, una película nacida para Sitges y para satisfacer a su audiencia.
Cooties (Cari Murnion, Jonathan Milott, 2014) es una de esas películas que hay que buscar detenidamente en el programa del festival para encontrarla. La única posibilidad de verla es en una de las dos maratones de las que forma parte, con inicio a la 1 de la madrugada y junto a otras dos películas. No es el escenario más propicio para disfrutar de la que es una de las propuestas más frescas y originales del festival, una película en la que no hay que salvar a los niños sino… matarlos, ya que se han convertido en unos peligrosos zombis que se comen a los profesores de una escuela. La sangre dispara aquí inequívocamente en una dirección: la comedia. Aunque contenida en ese aspecto, alberga algún momento que justifica la presencia en la sala de los aficionados al cachondeo hemoglobínico. El resultado es altamente satisfactorio y no precisamente a causa de la sangre, sino porque hay un guion que sabe ir más allá del chiste sangriento para construir una aventura trepidante y emocionante dentro de las paredes de la escuela.
Más seria, pero que mucho más seria, es la apuesta de Baskin (Can Evrenol, 2015) por la sangre. De hecho, hacía tiempo que no se veía en Sitges una película en la que el gore no fuera excusa de cachondeo y acabara siendo usado de manera tan enfermiza y desagradable. Lo digo ya de entrada: esta es de esas películas de las que los más pusilánimes salen despavoridos (algunos vi camino de las puertas del Auditori en mi pase), y los que aguantan hasta el final salen mareados y con el estómago revuelto. No es que Baskin no sea una película para grandes audiencias (que no lo es) o que su voraz radicalismo sea incómodo para una gran mayoría de personas (que lo es), es que no es una película para disfrutar sino para dejar que te agarre de la piel y te la retuerza con dolor.
Sin desmerecer un primer tramo hipnótico e inquietante pero casi limpio, donde el protagonismo que luego tendrá la carne tan solo se insinúa en algunos momentos casi triviales (una parrilla quemándose al fuego o un pedazo de carne cruda siendo cortado con un sonido bastante repugnante), será en su segunda mitad cuando el director lo da todo, cuando el equipo de policías protagonista se adentra en una casa abandonada en mitad del bosque. No explicaré lo que ocurre, pero ciertamente esta película turca es una muestra dehardcore gore de una contundencia demoledora. Supongo que precisamente esta radicalidad será la que dejará a Baskin sin una distribución comercial digamos que normalizada, por lo menos aquí en España, donde el sentido del riesgo y de lo no estándar entre los distribuidores hace años que está en la UVI.
Respecto al cine donde la sangre no ha campado a sus anchas, cabe destacar por diversos motivos tres películas. Obviamente una de ellas es The Witch (Robert Eggers, 2015), que sirvió el viernes para inaugurar el festival. Es cierto que la película tiene una personalidad propia realmente incuestionable: ubicada en 1630, una familia intenta sobrevivir en una granja junto a un bosque, mientras a su alrededor comienzan a suceder hechos extraños que indican al padre de familia que una bruja podría haber poseído a algún miembro de la familia.
Hay que alabar decisiones creativas que le dan un empaque siniestro a la propuesta, como la de utilizar inglés antiguo (en el que, por ejemplo, no hay contracciones) o, en un plano más cinematográfico, el uso de un aspect ratio casi cuadrado, 1.66:1, que es del todo inusual en el cine moderno y que confiere un aspecto extraño al encuadre, como si faltara imagen por los lados, aumentando el desconcierto del visionado de manera bastante inteligente. El caso es que, pese a todos estos aciertos, The Witch navega durante demasiado tiempo en el terreno de la insinuación, mientras los protagonistas no dejan de rezar o de alabar a Dios sin que realmente haya un avance significativo en la trama. No hacía falta tanto metraje, ya nos hemos dado cuenta al poco de empezar la proyección de que las normas sociales de la época eran muy distintas de las actuales, y el culto a Dios lo regía absolutamente todo. Sin embargo, la película insiste en mostrarnos este asunto y por ahí pierde buena parte de su fuerza hasta que, en los últimos cinco minutos, la recupera con un final aterrador. Demasiado tarde.
Por su parte, hablaré poco de Knock Knock (Eli Roth, 2015) porque es una película que no merece ni mi espacio ni vuestro tiempo. Tan solo apuntaré que este nuevo desaguisado parido a cuatro manos por esta asociación entre Roth y el chileno Nicolás López es, como los anteriores productos surgidos de esta extraña unión, un bodrio sin paliativos, un sermón para mentes bien pensantes que aplaudiría sin dudarlo el mismísimo Opus Dei. Los sermones acerca de la moral y la ética dentro del matrimonio, en la iglesia, por favor. Preocupante, por no decir lamentable, que el festival siga dando pábulo a las películas de Roth/López: ninguna de ellas ha olido ni por casualidad el más mínimo rastro de dignidad cinematográfica, no hablemos ya de originalidad o de solvencia narrativa.
Por último, hay que destacar sin duda Le tout nouveau testament (Jaco Van Dormael, 2015), que es desde ya una firme candidata a llevarse premios importantes en esta edición del festival. El argumento es de una incuestionable singularidad: Dios es un capullo que vive en Bruselas con su mujer y su hija pequeña, y se dedica a hacer la vida imposible a los humanos. La niña un día se harta de la injusticia y decide enviar a todos los humanos un SMS con la fecha exacta de su defunción, lo cual hace que cambie radicalmente la relación de los hombres con Dios. A partir de esta premisa, Dormael ofrece un bellísimo espectáculo audiovisual de un virtuosismo formal exuberante, claramente heredero de la poesía visual deAmélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001). Si bien es cierto que, por comparación, algunos episodios de la película (los relativos a los apóstoles de este nuevo testamento) no resultan tan interesantes como los que atañen al personaje de Dios (todo un hallazgo creativo de resonancias sarcásticas muy cercanas al universo de Monty Python), finalmente estos desniveles carecen de impacto negativo por culpa precisamente de este tratamiento estético tan abrumador. Desde luego, una joya a descubrir en su próximo estreno en España.
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