El director de Canino y el realizador de Jimmy P. vuelven a Cannes con dos magníficas películas de tintes románticos.
¿Nos hemos cargado el romanticismo? En la era en la que deslizar el dedo a la izquierda es el nuevo Contigo no, bicho, los más pesimistas no tendrán demasiadas dificultades a la hora de decir que sí, que lo romántico está enterradísimo. Y en esa línea parece, y digo parece, que se mueve Yorgos Lanthimos en su última película, The Lobster, un retrato distópico de un Gran Hotel Budapest de solteros en busca de pareja. Que no amor. El miedo a quedarse solo, ya saben.
La premisa es sencilla (?): un recién divorciado (Colin Farrell) hace check-in en un hotel en las montañas en el que los huéspedes tienen un tiempo límite para encontrar compañero. ¿Si no lo consiguen? Se convierten en el animal que cada uno elige en su primer día. Evidentemente, el planteamiento torna en oscuro y subversivo cuando The Lobster empieza a mostrar sus colmillos (guiño), con un discurso orwelliano en el que las convenciones sociales respectivas a las relaciones de pareja son las que constriñen a los personajes. Están sometidos a un autoritarismo de tópicos y constituciones culturales en el que las relaciones están automatizadas y el amor es sólo una excusa para no terminar comprando en la sección de comidas preparadas de Marks & Spencer. Es ahí cuando todo el sentido metafórico de los animales -un juego de tótems tan sencillo como contundente- cobra sentido y la película hace la mejor comedia que le es posible; dentro del concepto Lanthimos, por supuesto.
El estilo del realizador, que desde Canino es uno de los autores más sencillos de reconocer, queda patente en cada autoreferencia -los bailes sin música, un clásico-. Esto confirma que el sello Lanthimos puede abordar temáticas tan diferentes como la que atañe a The Lobster, una película de apariencia antirromántica que, en cambio, gira con freno de mano a medio recorrido. Es un vuelco que ralentiza el ritmo y hace más críptico al texto, pero que también aporta un mayor abanico de lecturas, incluyendo la más positiva de ellas: aún en la dictadura del etiquetado, esa que determina quién puede estar soltero o casado y cómo tiene que comportarse cada bando, el romanticismo es un oasis que puede lucharse; y hay que.
En la que no hay que buscar demasiado para encontrar un bellísimo alegato a favor del amor es en Trois souvenirs de ma jeunesse, el nuevo largometraje de Arnaud Desplechin. Su reinvención del coming of age y el drama romántico, aún en la superpoblada cinematografía francesa en esos dos géneros, parte de una estructura en absoluto aleatoria.
Dividida en cuatro episodios, los tres primeros refieren a recuerdos del protagonista, Paul Dedalus. El capítulo que abre el filme es casi una pesadilla que retrata, en un violento enfrentamiento, la relación de Paul con su madre (“1. Infancia”); mientras que el siguiente nace del anecdotario del Paul ya adulto y es la reconstrucción de una de las más épicas aventuras que vivió el personaje en su juventud: un thriller de espías para chavales en la Rusia previa a la caída del Muro (“2. Rusia”). Ya el tercer acto, mucho más dilatado que los anteriores, focaliza su atención en el enamoramiento entre Paul y Esther, una joven que lleva locos a todos los adolescentes del pueblo natal de ambos (“3. Esther”).
La propuesta no es arbitraria en tanto que “Infancia” y “Rusia” parten de una confesión honesta del personaje por contarnos dos de sus más vívidos (y trascendentes) recuerdos. Abren la película como si fueran un regalo a los espectadores, que pasan a convertirse en confidentes de la historia de Paul. El viaje, y el romance que le sigue, son ahora compartidos. Y las referencias a la madre o a la anécdota rusa de Paul volverán, con la diferencia de que la audiencia será entonces capaz de completar el puzzle con las concesiones que ha hecho el filme en sus primeros 30 minutos.
Uno de los aspectos formales de los que más abusa Desplechin es el de la mirilla. Casi como el periscopio de un submarino que viaja en el tiempo, el realizador deambula por los recuerdos de Paul con esa lente de la que es imposible apartarse. Miramos un rato, entramos en la escena y, cuando se nos olvida, el contorno negro desaparece y ya estamos de nuevo subidos en la montaña rusa submarina de Paul y Esther. Y a ver quién se sale de ella cuando está en marcha, pues es un torrente tan vigoroso el de su relación que los obstáculos revientan contra el casco a cada milla náutica recorrida.
Porque si por algo nos retuerce y acongoja Trois souvenirs de ma jeunesse es por su historia de amor. El idilio entre Paul y Esther lo cuenta Desplechin con la alegría y la excitación adolescentes, ayudado de una edición fluida sin viajes temporales o reposos innecesarios, de dos actores (noveles) impresionantes y de un libreto que destila una sensibilidad implacable. Coloca además el director un finiquito tan emocionante y sincero, tan elocuente y poético, que poco queda más que abrazarse a uno mismo y pensar que esta angustia y este disfrute románticos no se han acabado.
Kovalki, uno de los personajes clave en el relato de Paul, entona una frase importante en el tramo final del filme. Él, que a diferencia de sus amigos restará en el pueblo para siempre, aporta el lirismo melancólico que vaga por Trois souvenirs de ma jeunesse desde el comienzo del tercer acto (“Esther”). Pero es un verso que nos sirve de refugio ante la catástrofe. Nos da esperanzas. Porque tal y como Kovalki, la película se quedará con nosotros. Se quedará como “el guardián de la infancia” con la que Paul y Esther ya han terminado. Y ya me voy, que el corazón está a punto de estallarme.
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