Hay pocas satisfacciones tan engañosas y placenteras como encontrar un buen título. Todo el mundo que quiere sobrevivir de la literatura comparte la importancia que tiene la puerta de entrada a una novela y sin embargo un gran título es un tirano: exige que cada línea esté a su altura. Carson McCullers era buena con los títulos (Reflejos en un ojo dorado, El corazón es un cazador solitario); Scott Fitzgerald flirteó durante un navegante segundo con retitular su The Great Gatsby como Trimalchio, pero ¿cuántas personas saben que Trimalción fue un personaje de El Satiricón, un nuevo rico en la Roma de Petronio?
A mí me gusta Detente bala porque encaja en la nómina de títulos poco pretenciosos propios de novelas que te dan más de lo que a primera vista podrían prometer. Me recuerda, por lo demás, el filme Bite the Bullet (Richard Brooks, 1975) una de las grandes películas de Gene Hackman donde quiera que ahora esté.
Detente bala hace referencia a un escapulario carlista cuyo lema «Dios, patria, rey» contiene también, a mi juicio, la estructura de la última novela de Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976). El carlismo fue un movimiento político español tradicionalista y monárquico engendrado por el realismo fernandino, surgido en la primera mitad del siglo XIX frente al parlamentarismo liberal y contrario a la separación entre religión y estado.
Pues bien, con la «La banda de los monaguillos» (la primera parte de esta novela de 424 páginas) vemos en la frente del personaje de Piatkun, entre música disco y algo de soledad compartida, bien marcado, el pulgar de “dios”; en la segunda parte («Las cartas muertas»), nuestro singularísimo personaje abandona temporalmente sus orígenes (como Cantavella al salir de Castellón) y marcha a Barcelona, tierra de promisión, su nueva “patria”, por seguir con el lema inicial. El “rey” aparece en un punto de inflexión de la trama, un intento de atentado informativo peculiar que marca un tercer y último episodio («Un pato en alta mar») con ecos del Pabellón de reposo de Cela o La montaña mágica de Thomas Mann y lejanas resonancias de literatura de sanatorio anterior (fiebres, locura, tuberculosis de La dama de las camelias de Alejandro Dumas et al.) y que deriva, a su vez, en el ingreso (con su pequeño thriller) en el improbable hospital psiquiátrico de Vulturó.
Con una imagen de portada realmente atractiva por parte del artista Juan-Miguel Pozo y el conocido atrevimiento de la editorial Candaya por apostar por una literatura de riesgo que siempre compensa al lector, Detente bala es un artefacto algo triste, algo clásico, cuya confección demodée o a contracorriente se sitúa a medio camino entre la virtud y la falsa impresión.

Pierre Marqués, artista francés con el cuadro de portada. Obra de Juan Miguel Pozo, artista cubano afincado en Berlín.
Hacía tiempo que Robert Juan-Cantavella no publicaba, tras las novelas Nadia (2018), Y el cielo era una bestia (2014) y el libro de no ficción La Realidad. Crónicas canallas (2016) y la historia que ha escogido para regresar es una suerte de what the fuck!, atravesada del clasicismo propio de la novela epistolar moteada de crónica urbana periférica y Bildungsroman. Y eso, haber elegido una historia que no parece encontrar la inspiración en un trauma personal, ni en un agravio identitario ni en ningún pleito de género dans le vent sino en una suerte de extravío humano general me parece, como apuntaba arriba, una virtud.
En lo que toca a la falsa impresión de lo demodé, una lectura sociopolítica del texto permite encontrar en el revisionismo legitimista de los monaguillos muchos paralelismos con el inquietante neofranquismo de tanto joven despistado entre el negacionismo climático y el anzuelo del mundo criptobro mientras que la precariedad urbana y la exclusión informal de los protagonistas e incluso su celibato involuntario no puede respirar más actualidad.
Pero no es eso (ni siquiera el gesto vital de las cartas no devueltas, del posteo unidireccional que a mí me recuerda mucho a Herzog, una de mis novelas preferidas de Saul Below) lo que hace de Detente bala un libro especial, un libro para recordar, sino un hallazgo fenomenal en el que debería estar interesada la ministra de Trabajo si quisiera bajar a mínimos históricos las colas del paro estructural: Robert Juan inventa la profesión de actor de novela. Una ingeniosa innovación que le permite hilar una historia llena de sugerencias metaliterarias. El actor de novela que es Franco Piatkun puede cartearse así con Lorenzo (Lawrence Sterne), con Edgardo (Allan Poe) y tratar de tú a tú al héroe literario del propio Cantavella: Nicolai Gógol.

N. Gogol
El actor de novela actúa en los pasajes de grandes escritores del XIX (hacen su cameo literario Herman Melville o Nathaniel Hawthorne) todos hombres, porque Piatkun tiene un problema con la mujer: ese nexo posiblemente no buscado con el presente al que aludimos antes. Nuestro protagonista, monaguillo y actor de novela, fracasado en empeños importantes tiene un aire a incel o proto votante de Trump y una relación materno-filial à la Norman Bates, que resulta muy beneficioso para la parte de la novela de tono criminal (hacia el final).
Nos gusta la mezcla de géneros, el delirante episodio previo al encierro, la reivindicación juancarlista; los juegos con el micro-lenguaje (rodaje/novelaje), quizás confunde en algún punto los cambios de género de la cuadrilla del actor. Hay en el humor burlón de lo cotidiano, allá donde el patetismo patrio suele asomar el hocico gris post-Franco (el otro, el matarife), un cierto feísmo deliberado que a uno le recuerda (ya que mencionábamos el cine) la aproximación a la comedia de Juanma Bajo Ulloa o los tics jesuíticos de Álex de la Iglesia, entre Balada triste de trompeta (2010) y El bar (2017). También es cierto que la práctica del deporte del fútbol que deviene partidos de chapas se puede leer como una genialidad simplemente original.
En el haber de esta novela contra corriente destaca el ejercicio desmitificador de crítica literaria desde dentro (algo que el autor conoce bien), los intentos confesos de Franco Piatkun por sacar la motosierra y abreviar «La muerte y el péndulo» del mismísimo Poe como hizo con «Dile a las mujeres que nos vamos» de Raymond Carver, el iluminado (en el buen sentido) de Gordon Lysh. Impagables también las reflexiones sobre el hilo conductor imitativo entre los cuentos de retratos de Poe, Gógol y Oscar Wilde.
Otros aciertos de Detente bala, son la reivindicación de un clásico que cumple ahora medio siglo (el Alguien voló sobre el nido del cuco, la adaptación de Milos Forman de la novela de Ken Kesey), la duda epocal post-Foucault (esta mía) si no deberíamos estar más con la enfermera Ratched y menos con McMurphy, el pendenciero; el desplazamiento físico de los personajes (de Toledo a Barcelona y de ahí a Vulturó), en particular la forma en que el ritmo se acelera como corresponde a cada ciudad y estado mental.
En este mismo sentido, destaco la construcción de algunos figurantes, el buen gusto de Juan-Cantavella rescatando a Segundo de Chomón (el maestro del cine mudo turolense que trabajó con Méliès y con Abel Gance), el turbador episodio de la celda, el paseo por el interior de la mente criminal, las digresiones de pronto enmudecidas que esconde la identificación entre plagio e intertextualidad. Y qué alto acaba esta bala detenida: el pulso que Cantavella mantiene con un personaje al que con mucho oficio de escritor se le hace madurar, mejorar en su rapidez dialéctica, progresar desde un registro pobre a la frase rícamente elaborada y subir de competencia verbal es para enmarcar.
Hermosos: paseos imaginativos por las entrañas de la literatura.
Malditas: balas.
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