El 17 de abril de 1975, la guerrilla comunista de los Jemeres Rojos tomó la capital camboyana, Phnom Penh, iniciando el exterminio sistemático de toda la cultura que juzgaban contrarrevolucionaria, que casi era toda la cultura, incluyendo las artes, la religión budista, la intelectualidad y la vida urbana. Cuentan que durante meses colgó sobre la puerta de la Biblioteca Nacional de Camboya un enigmático letrero: «No hay libros. El gobierno del pueblo ha triunfado». Pronto podrían jactarse de que tampoco había música.
Y ahora los años han pasado
sin una sola palabra.
Pero sólo queda una cosa
que sé con certeza:
ella no volverá a ver su rostro.
Kim Wilde, «Cambodia» (1982)
Desde su independencia en 1953, Camboya había disfrutado del reinado culturalmente progresista –y políticamente autoritario– de Norodom Sihanouk. El peculiar monarca, a quien sus súbditos consideraban una divinidad encarnada, componía canciones, hacía cine y no cantaba mal. Su ambición, a la par artística y propagandística, lo condujo a producir decenas de películas musicales, a menudo con él mismo como protagonista, y a atreverse a cantar rock e incluso garage, con tal de estar a la última. Fue Sihanouk quien introdujo instrumentos como las trompetas y las tubas en un país tan mal abastecido que un grupo de rock bastante conocido, Baksey Cham Krong, se vio forzado a improvisar un bajo atando a una guitarra las cuerdas de un violoncelo.
Este mecenazgo de las artes fue el canto de cisne de una Phnom Penh que en otro tiempo era conocida como «la perla de Asia», y que todavía anda sanando heridas de aquella época. En los inestables años que precedieron al desgobierno de los Jemeres Rojos florecieron estrellas popularísimas, a quienes se acreditan cientos de canciones y adaptaciones, como el crooner Sinn Sisamouth, llamado el Elvis de Camboya, o Ros Serey Sothea, «la voz dorada» que apelaba al mundo de sus compatriotas más humildes. Pen Ran reinaba en el coqueteo rock y Meas Samon cuestionaba convenciones desde la parodia. Estos y otros artistas dieron forma a una vibrante combinación de melodías camboyanas, coros yeyé, arreglos de chanson, guitarras surfistas, ambientación andina y ritmos afrocaribeños que aún suena fresca, más allá del exotismo retro que mueve a algunos coleccionistas.
Mientras Vietnam del Sur se americanizaba, Camboya se afrancesaba bajo la tutela de un déspota ilustrado. Alta cultura grabada en directo y con medios ínfimos. En el polo más transgresor estaban la banda hard-psych Drakkar, psicodelia de la Costa Oeste (del Mekong), o el macarra Yol Aularong, que ironizaba sobre las expectativas de la sociedad y los padres en piezas de proto-punk con letras como: Soy el número uno en clase, / soy el mejor estudiante, / ayudo a regar las flores: / Navay, ese soy yo.
La década de los setenta, cada vez más convulsa, empujó a los músicos camboyanos hacia el servicio militar y la propaganda bélica. Hasta la cantante más querida de la nación, Ros Serey Sothea, se enroló en una unidad de paracaidistas, o eso nos sugieren unos fragmentos de vídeo. Fue un aviso de lo que vendría. Cuando los Jemeres Rojos de Pol Pot tomaron la capital el 17 de abril de 1975, convirtieron el país en una red de campos de trabajos forzados e iniciaron una espiral de violencia que en apenas cuatro años se cobraría un cuarto de las vidas camboyanas. Los músicos eran uno de los blancos predilectos, en especial si tenían algún vínculo con el anterior gobierno. De la mayoría no se sabe fecha ni lugar de la muerte: simplemente desaparecieron.
Conocemos algunas excepciones. La cantante Sieng Vanthy se salvó con la coartada de que vendía plátanos, y Touch Seang Tana, del grupo psicodélico Drakkar, tuvo la suerte de encontrar un protector entre sus verdugos, que apreciaba canciones «imperialistas» como «Oye cómo va» de Santana. Se sabe, en cambio, que el cantante cómico Meas Samon fue eliminado porque «molestaba» tocando el chapey (instrumento de cuerda tradicional) en sus ratos libres… Los demás fueron víctimas anónimas de la violencia, el hambre o la enfermedad que caracterizaron aquellos años terribles, aunque quizás sus muertes fueron menos novelescas de lo que creen sus antiguos fans, que hacen circular detalladas historias apócrifas.
Es extraño escuchar las reliquias musicales anteriores a aquella utopía de pesadilla. De su personal, composición y fechas se desconoce casi todo. Adquieren un aire espectral cuando se recuerda que no sólo la voz cantante o los instrumentistas, sino también los arreglistas y el grueso de los que participaban en la grabación pudieron terminar en las filas de los que «desaparecieron». Orquestas de fantasmas que se reencuentran por un instante en el oído, condenados a conjurar eternamente un mundo que desapareció para no volver.
No me eches de menos, cariño.
Todo está bien, cariño, mi pequeño,
el karma nos empuja a partir.
Esta vida y la próxima desearé por ti
y con suerte obtendré lo que deseo:
que te encuentre en todas las vidas a partir de esta.
(Ros Serey Sothea, «Kom Nirk Oun Eiy»)
En aquel convulso 1975, la próxima vida estaba inconcebiblemente cerca. Pero la banda de rock más célebre de Indochina se resistiría a morir, incluso si para ello tenía que llevar su rock vietnamita a los Estados Unidos de América.
Primera parte: Los hippies del Vietnam. A este lado.
Segunda parte: Los hippies del Vietnam. Arde Saigón.
Tercera parte: Los hippies del Vietnam. Un Woodstock.
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