La CV-500 es una carretera secundaria que une la ciudad de València con Sueca, partiendo de la monumental y galáctica Ciudad de las Artes y las Ciencias, en el extremo sur de la ciudad, para convertirse en el humilde acceso a otro monumento valenciano, el parque natural de la Albufera. Por la CV-500 se llega a las playas meridionales y a las poblaciones que, entre el mar y el lago, subsisten bajo la presión de un futuro mercantilizado, en estos momentos representado por la ampliación del puerto de València. Pinedo, el Saler, la playa de la Devesa y el Perellonet, el Perelló, los diferentes marenys (originalmente marismas) representan el veraneo al alcance de cualquier bolsillo, a un tiro de piedra de la ciudad, pero su cualidad de muro entre el arcén y la belleza, ha convertido a estos lugares en una desdibujada proyección vertical, donde solo viven todo el año los románticos o los descendientes de quienes encontraron el sentido de la necesidad y la subsistencia entre las dunas de arena y los caballones de los huertos milagrosos, que paren melones y tomates gourmet.
En los últimos sesenta años, se perdieron playas a favor de los buques colmados de contenedores, pero la CV-500 también fue sinónimo de fiesta nacional entre los 80 y principios de los 90, cuando en los fines de semana no importaba la distancia y compensaba cruzarse España para sucumbir a la abducción de dos noches y tres días de delirio, en el ensueño inducido sin fin de la ruta del bakalao. Si una carretera debía tener su novela esa tenía que ser la CV-500, por los atascos domingueros cuando los coches no tenían aire acondicionado, por los búnkeres inacabados de la Guerra Civil, los paseos que acabaron a tiros con tantas vidas en la contienda y la venganza, o también por la lucha vecinal que paralizó en los 70 la destrucción del parque natural amenazado por una urbanización salvaje.
Las 10 historias que componen Arcén (Dosmanos, 2023) también actúan como trinchera natural y casi siempre invisible, repositorio eventual de lo desechado o perdido, que solo alguien con el talento de Borja Navarro podría ser capaz de organizar. En el caso de que los no lugares y los que parecen no humanos tuvieran algún sentido, él se lo habría encontrado, ha unido las líneas de puntos y los ha desvirtualizado. Arcén es alquimia, transmutación, porque no habla de domingos de playa y bosques de sombrillas, ni de barcas atestadas en el crepúsculo más fotografiado de la ciudad. Tampoco recuerda la historia ni añora las 72 horas semanales de fiestón. Sin embargo, todo está ahí, destilado, transfigurado, contado con las palabras que surgen hoy. Arcén es áspera, tiene lo mejor de una buena resaca, la lucidez que surge de la noche y la niebla, y es humana a rabiar.
La nostalgia es lo peor de lo peor, prefiero mil veces el asco del presente al reflujo edulcorado del pasado, y ese aquí-ahora sobre el que escribe Borja Navarro en sus relatos es gustoso y estomagante a la vez, como una verdad seca y reducida a su esencia, como la insignificancia dolorosa en que nos convierte un paseo por el arcén. Caminamos bajo el sol, fuera de nuestro camino y nuestra comodidad, solo porque algo falló en el engranaje de unas vidas minúsculas y previsibles, que un low cost way of life convierte en náufragos de secano.
Los personajes de las historias de Arcén son portentosos retratos minimalistas, que revelan una capacidad de observación y una rara empatía, propia de los grandes narradores. Marian, Pau, Pablo, Arturo, Mauricio… son enanos como los que describiera Concha Alós (Somos enanos rodeados de enanos y los gigantes se escondes para reírse) o como los que pueblan las maravillosas películas de Chema García Ibarra, pero igualmente ricos y vivos, cuyas referencias pop y sus códigos tribales les sirven para identificarse y reconocerse entre ellos. ¿Cutres, horteras? ¿porque solo comen pizza de supermercado y beben gintonic de Larios? ¿Desde qué mirador les estamos observando? Recordemos la frase que abre Los enanos: Desde la pequeña galería, asomada al sucio patio de luces, se veían las ratas. Sin embargo, Borja Navarro es capaz de mostrar la sombra que agiganta a sus criaturas, de borrar sus tatuajes para mostrar su epidermis y enternecer con la fuerza de la lija que tan hábilmente frotaba Dorothy Parker.
La cuidadosa estructura transparente de Arcén se revela gradualmente sobredimensionando el conjunto; la concisión necesaria, su personal sentido del humor y el inteligente y decoroso uso de los recursos estilísticos, permiten al texto expandirse con una naturalidad provocadora. La lectura, que en cierto momento podría situarnos bajo los focos cegadores de un karaoke, nunca nos da la impresión de ensartar canciones, no nos habla de la melancolía finlandesa de Karaoke Paradise, el secarral no es un paisaje de Paris-Texas, y la caravana de Arturo no es la de Nomadland. El material de Navarro tiene denominación de origen, sus historias fluyen y evocan infiernos reconocibles. Este ingeniero aeroespacial, guionista y escritor no ha creado una atmósfera, sino que la ha decodificado para nosotros, todo estaba allí, pero solo la mirada que sabe ver el oro donde otros ven despojos será capaz de narrar con brutal sensibilidad y dejar una huella en nuestra memoria de lectores. La editorial Dosmanos, que con tanta exquisitez dirige y nutre Daniel Sardà, ha vuelto a poner en la tercera mano (la del lector), un descubrimiento que hemos disfrutado tanto como valoramos.
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