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“Doctor en Alaska”, el sueño que no se supo acabar

En Cine y Series lunes, 24 de abril de 2023

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Alfred Hitchcock comentaba a quien quisiera escucharle que lo malo de un gran comienzo y un buen desarrollo, era dejar el listón demasiado alto cara al final. Toda conclusión que no se acercara a lo extraordinario, dejaría un regusto decepcionante. Seguidamente insistía en que un gran  comienzo no solo era necesario sino imprescindible. En ambos casos no le faltaba razón ni ejemplos para tenerla.

Esta sucesión de fuegos artificiales que se quedan en ello es una constante que ha ido repetiéndose machaconamente en todo tipo de series, desde aquellas que han sobrevivido solo unos pocos capítulos a su brillante premisa, hasta obras maestras que funcionaron durante varios años como un perfecto mecanismo de relojería, hasta que algo las sacó de su sitio  para llevarlas a un cierre que en el mejor de los casos, se nos ha borrado a todos de la mente.

Northern Exposure se emitía en España como Doctor en Alaska en los primeros años 90, en una televisión sin más plataformas que las de los zapatos, atascada en un infernal horario de sábado madrugada, que obligaba a estirar la noche al que se quedaba en casa, y a cortarla en seco al que había salido fuera, si es que quería llegar a tiempo de ver el capítulo de turno. Esto hizo que mucha gente creyera haber visto la serie cuando en realidad solo picoteaba sus bordes. El hecho de que en la misma no hubiera arcos argumentales lo permitía, pues bastaba un puñado de episodios para entender su idiosincrasia y sumergirte en su realismo mágico.

Doctor en Alaska

Era pues bastante sencillo adaptarse a las paranoias de Joel Fleischman (Rob Morrow, el doctor de la traducción española) y a su historia muelle con la aviadora Maggie O’Connell (Janine Turner). Y aún más dejarse llevar por las disertaciones radiofónicas del ex convicto Chris Stevens (John Corbett, un adonis renacentista que llevaba dentro un filósofo, un poeta, un escultor y un camorrista); o por los sueños de grandeza del cacique local Maurice Minnifield (Barry Corbin), un ex astronauta emprendedor que siempre caía de pie, y que parecía destinado a irritarte pero nunca lo conseguía. Teníamos la sabiduría minimalista de Marilyn (Elaine Miles), la ayudante nativa que Fleischmann nunca pidió, o la capacidad de situar la frase adecuada de Ruth Anne (Peg Phillips), dueña del ultramarinos, o del trampero buscavidas y ahora mesero Holling Vincoeur (John Cullum), o las andanzas del joven Ed Chigliak (Darren E. Burrows), que parecía vivir siempre en otro planeta. Y un largo etcétera. Todo con ese fondo natural que parecía ubicado en un fin del mundo llamado Cicely.

En Doctor en Alaska no pasaban grandes cosas ni parecías salir del capítulo habiendo envejecido diez años por la tensión, el drama humano o los saltos repentinos de la banda sonora. Uno se limitaba a sobrevolar todo aquello para aterrizar en una leve sonrisa, una de esas que vienen a decir Ah, así que era esto. Solo al recapitular te dabas cuenta que habías visto volar un piano impulsado por una catapulta inmensa desparramando sus teclas por el espacio (“Quemando la casa”, 3×13), o ver que el abominable hombre de las nieves resultaba ser un chef cascarrabias alejado del mundo (1×07), o que  el aspirante a director de cortometrajes, se carteaba con Spielberg y Scorsese. O cuando el propio Fleishman interrumpía un duelo a pistola indicando que eso no era lo adecuado en el guión y en el desarrollo del capítulo. Hay docenas de ejemplos como estos o mejores. En suma, la creación dialogando consigo misma.

Doctor en Alaska

Hete aquí que la serie, programada para cubrir huecos de programación en los veranos de 1990 y 1991, encontró un público instantáneo y completó cinco temporadas inolvidables repletas de premios y parabienes. Un milagro, por cuanto ni el tema ni el tono (comedia dramática costumbrista y coral) parecían lo suficientemente atractivos. A media serie el showrunner pasó a ser una luminaria, un David Chase justo antes de saltar hacia la fama de The Sopranos.

La fama empezó a llamar a la puerta de todos los implicados, especialmente de Rob Morrow/Fleishman, al cual ofreció Robert Redford un buen personaje en un proyecto que apuntaba maneras: Quiz Show (1994). Morrow decidió que aquel tren era muy tentador y tendría más estaciones, y consideró que no quería continuar en Northern Exposure. No era la primera vez que lo avisaba, pero en este caso no había vuelta atrás. Todo pecado tiene su penitencia: su siguiente proyecto fue una locura llamada La isla del Doctor Moureau (1996). De esta última acabó saliendo por patas.

Y es aquí donde quien quiera puede dar por buena esta exposición, pues entramos en el campo minado de la sexta temporada de Doctor en Alaska y sus spoilers (correcto, aún hay mucha gente que no la ha visto). La producción no podía retener a Morrow, pero sí que logró negociar con él su presencia en unos capítulos extra que permitieran diseñarle una despedida más interesante que hacerlo desaparecer en un accidente aéreo. Esta sensación de cuenta atrás invirtió una tendencia general de la serie, que había empezado por centralizarlo todo en el doctor, para poco a poco ir delegando historias y peso en el resto de los personajes. Ahora Fleishman volvía a ser el centro del mundo.

Doctor en Alaska

Y aquí es donde realmente se alinearon mal los astros. CBS cambió día y hora de emisión, y envió uno de sus buques insignia a una franja más propia de un público adolescente. Esto evidentemente afectó a los índices de audiencia. La forma de desprenderse del personaje de Fleischman fue matarlo dos veces y a cámara lenta. En la primera, una vez que por fin había conseguido estabilizar su relación con O’Connell, él mismo se encargaba de tirarla por la borda con un ataque de histeria desproporcionado hasta para él. Una vez rechazado por la aviadora, incumplía su compromiso con su “jefe” Minnifield, y marchaba más al norte, a un paraje aún más remoto que Cicely, donde durante 6 capítulos extrañísimos iba reinventándose como un curandero, dando la espalda al personaje que había creado en las cinco temporadas anteriores.

Aunque esto era un torpedo a la línea de flotación de la autenticidad, los cambios proporcionaron momentos interesantes, incluso emotivos, como ese capítulo 14 que mucho fan considera el final adecuado a la serie, y en el que siguiendo junto a Maggie las indicaciones del mapa que llevaba a un lugar sagrado, el doctor en Alaska  terminaba llegando al Nueva York que echaba de menos desde el primer minuto de la serie.

La pareja, médico y periodista, que fue a sustituirlo en Cicely, resultó tan sosa y carente de atractivo que terminó por echar excesivamente de menos al ausente, y con ello a devaluar las perspectivas de la serie. Dejó así de tener sentido buscar una séptima temporada. Al mover las piezas del puzzle, los últimos capítulos trataron mal a varios personajes. A Chris Stevens porque le cortaron libertad de acción, y le convirtieron en otra cosa aún más bipolar de lo que había sido, y a Maggie O’Connell porque la redujeron a alguien tan dependiente como para necesitar cambiar sus sentimientos en 7 capítulos, acaso buscando un final feliz, cuando la enseñanza principal de la serie es que pasara lo que pasara, en Cicely terminaba no pasando nunca nada.

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