La ciudad texana es el centro del progresismo tecnológico (y cultural) en un estado en el que la política republicana es mayoría.
Blanco y perfilado, lo que espera al norte de Congress Avenue, en Austin, es el Capitolio de Texas. Su legado arquitectónico, de corte neorenacentista, se basa en ser uno de los edificios gubernamentales más altos y caros del país.
El posicionamiento del Capitolio también asume cierta grandilocuencia. Como un bloque de mármol viviente que reposa sus hombros preparado para embestir, la figura de su armatoste es visible desde casi cualquier perspectiva de la ciudad.
El boom con el que Austin ha despegado en los últimos años —por algo es la ciudad con mayor crecimiento en Estados Unidos— han escondido al Capitolio entre prismas acristalados y crisálidas de cemento, pero su presencia es todavía evidente en cuanto uno cruza las aceras de las calles que lo cortan perpendicularmente o echa una panorámica desde un décimo piso.
Pero Austin no tiene nada que ver con ese Capitolio de políticas conservadoras y arquitectura mayestática. Todavía menos durante el South by Southwest, el festival que cada mes de marzo ilumina la ciudad con conferencias sobre tecnología, proyecciones de películas indie y conciertos de grupos de música populares entre los que leen la revista Rolling Stone.
Austin es una de esas ciudades estadounidenses de idiosincrasia progre: supermercados ecológicos, food trucks, universitarios en bicicleta y calles de bares con música en vivo y carteles de neón. Es una popularidad equiparable a la que Portland tenía en los noventa y con la que ahora está empezando a contar Denver, en el estado marihuanero de Colorado.
El South by Southwest junta en Austin a los ambiciosos trajeados de Silicon Valley, a los periodistas de portátiles Mac de Nueva York y Los Ángeles, y a los fans sedientos de guitarreo que deambulan con pelos desordenados de colores y camisetas de tallas muy superiores a las de sus perchas.
Como cualquier otra noche de sábado, estos últimos llegan más tarde de lo habitual, pero se debe a que el festival de música empieza cuando los de tecnología y cine ya están tocando a retirada. La intención organizativa es no colapsar la ciudad, aunque poco importa el colapso cuando los precios de Uber se quintuplican por la desmesurada demanda de taxis que hay por las noches. Los conductores, me confirman varios de ellos, prefieren las fiestas de los ingenieros, los hombres de negocios y los cinéfilos al entusiasmo (y las borracheras) de los festivaleros que asisten a los conciertos de botellines de cerveza barata.
Es un público en el que se juntan la crónica periodística; el turisteo de noches intempestivas en barrios repletos de artistas callejeros; las cócteles de networking para acreditados en busca del próximo escalón en sus carreras laborales; y las colas de espectadores sedientos por la próxima película feel-good que aliente sus ganas de tuitear sus americanados despertares emocionales.
Los republicanos refugiados tras las columnas de mármol del Capitolio, y que representan a la Texas más conservadora, poco tienen que ver con el ambiente festivo y despreocupado de Austin. Sobre todo en un momento en el que el movimiento conservador norteamericano está tan a la derecha del espectro político.
En un estado de abrumadora mayoría republicana —98 congresistas enfrentan a 52 demócratas en el Capitolio—, Austin destaca por ser diferente. Y el hecho de que el South by Southwest se celebre en la ciudad cada año corrobora lo diferente que la ciudad es en el contexto texano de las hamburguesas waffle con bacon, sirope y salsa barbacoa aceitosa.
El Capitolio está ahí, expectante, pero nadie le hace demasiado caso durante el South by Southwest. Todo gira en torno al Austin Convention Center, centro ferial en el que por unos días son protagonistas la realidad virtual y el cine de salchichas con las hormonas disparadas; y los escenarios exteriores, en los que la música trata de reivindicar lo feliz que es Austin cuando no piensa en el daño que puede hacerle en noviembre Donald Trump al país.
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