La proliferación de abyectos subproductos de tinte musical en la red prolonga su poder de atracción, entre la fascinación y la náusea.
Cumplimos años, escuchamos discos, vemos programas de televisión, y justo cuando creemos que ya nada nos puede sorprender, aparece siempre algo que nos deja absortos, suspendidos en una suerte de dimensión paralela de cuya existencia apenas podemos dar crédito, con el estómago encogido y los ojos abiertos como platos. No nos podemos creer que haya quien dedique su tiempo a semejantes menesteres, sin el menor atisbo del significado de la palabra “ridículo”, pero engordamos la bola de nieve cada vez que reproducimos alguno de los delirantes video clips que estos sujetos hacen circular por la red. Si esto era la democratización de la música pop (obviamente, también implica cosas más saludables), bienvenida sea la dictadura. Dotados de un presupuesto irrisorio, los emblemas del frikismo más irredento pueden salir del rincón más insospechado.
Coreografías desopilantes, febriles afinaciones de voz, vestuarios inenarrables y textos que oscilan entre lo surreal, lo genial y lo mísero. Esas son las principales armas de una guerrilla no homologada, sin aparente nexo en común más allá del incrédulo asombro que despiertan entre su audiencia (que, como Hacienda, en este caso somos todos). Jamás el término meme estuvo más cerca de su parónimo: memez. Y es que la bizarría en grado máximo, la osadía en su versión más abyecta, sigue ejerciendo un enorme poder de fascinación sobre todos nosotros. Que tire la primera piedra aquel que esté en condiciones de probar que no es así.
Poco importa que obedezcan al nombre de Wendy Sulca, Lory Money, Flos Mariae o, Kaim, esos que cantan aquello de “Caballo homosexual de la montaña”. Su magnetismo es aún mayor cuanto más difuminados están los límites entre el descalabro consciente o la impúdica exhibición de vergüenzas interpretativas. Puede que alguno de ellos muestre un tímido asomo de ironía voluntarista, pero en otros cuesta creer que tal derroche de indigencia creativa (o meramente intelectual) sea intencionado, no digamos ya puesto al servicio de algún fin filántropo. Son los engendros de la sinrazón, los monstruos surgidos de ese inabarcable contenedor de éter comprimidos en cualquier plataforma del ciberespacio. Y nos seguimos riendo, quién sabe si con ellos o de ellos. O puede que, en definitiva, sean ellos quienes se ríen de nosotros.
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