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Cultura

Fiume de Fernando Clemot: preludio poético del fascismo

En Hermosos y malditas, Cultura miércoles, 19 de mayo de 2021

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

En septiembre de 1919, el poeta Gabriele D’Annunzio acompañado de doscientos arditi (viejos soldados italianos de élite ataviados con camisas negras, puñales con calaveras y antiguas cicatrices), artistas del decadentismo y algunos futuristas furibundos invadía la ciudad adriática de Fiume (hoy Rijeka) a fin de constituir un estado regido por la música.

La recuperación del saludo romano, la supeditación de la ética a la estética, la servidumbre de la razón a la emoción, los excesos orgiásticos, la voluptuosidad barroca y la tendencia a la crueldad y a la violencia grupal contra débiles y disidentes que orientaba las acciones de los seguidores del autor de El triunfo de la muerte (1994) en las costas croatas constituían una suerte de protofascismo (aún sin el reguero de cadáveres), una revolución inestable alimentada de sexo libre, orientalismo y cocaína, una ideología pasional inspirada en pésimas lecturas de Nietzsche y que habrían luego de emular los líderes (ya asesinos) de masas en ascenso: Hitler y Mussolini.

Ese es el trasfondo principal de Fiume de Fernando Clemot (Pre-textos, 2021) crónica, novela de personaje, híbrido de aventura y reflexión histórica, en la que lo primero que destaca es su profundo trabajo de documentación, el meticuloso manejo de los escenarios, cierto aire retro muy afín a los estilemas formales y a los retratos de personajes heridos por el remordimiento de los mejores dramas cinematográficos del cine de EE. UU. de los años 50 y una preocupación muy sincera por añadir a la dimensión puramente narrativa una perspectiva valorativa dirigida tanto a la prevención como a la condena de un fascismo estético e ideológico (este en ciernes) que lo dota de una inquietante actualidad.

Sobre el fondo del teatro de D´Annunzio y el Estado libre de Fiume, Clemot sitúa al norteamericano Tristram Vedder, un «personaje con pasado» que funciona como testigo, como punto de vista externo (aunque internamente afectado) y como contraste (en una serie de asimetrías entre el protestantismo y el catolicismo, la nueva técnica y la tradición, el pragmatismo y el pensamiento continental).

Fernando Clemot

Fernando Clemot por Isabel Wagemann.

El relato se bifurca en dos secuencias temporales distintas: 1919 y 1949 relacionadas con el fin de dos conflictos. En el pasado, Tristam, (Duckie en un interesante juego de desdoblamientos afectivos) asistió a los hechos de Fiume como parte de la crónica que sobre personajes europeos de entreguerras preparaba para el New York Tribune. Treinta años después regresará a Italia acompañado de una familia fracturada por distintas heridas para conocer el lugar del campo de batalla donde murió su hijo Ben los últimos días de la segunda guerra mundial.

Clemot se ha tomado en serio la disección de la violencia, la alerta contra la irracionalidad.

Sabemos del vértigo y de la caída de Tristram por la forma en que este se confiesa, se desnuda, justamente frente al cuerpo sin ropa de la amante y confidente Mary (una secundaria que merecería lo que hoy conocemos por spin-off). La temprana fascinación que sintió el protagonista por la retórica vitalista de D’Annunzio, al punto de importar (infructuosamente) el envenenado mensaje y la gestualidad del héroe de Viena a las granjas norteamericanas es una señal de la capacidad de contagio de una estética (que en Alemania se convirtió en antisemita y supremacista) que habría de cubrir de horrores la vieja Europa. Las piezas de la cárcel de su espíritu y el contradictorio entramado interior se van revelando en las relaciones que Tristram mantiene con personajes históricos ora reales (Marinetti, Marconi o el poliédrico Henry Furst) ora imaginados mientras que los límites de la redención vendrán marcados por la inasumible magnitud de la tragedia colectiva y la irreversibilidad de la pérdida individual.

Hay en Fiume un afán pedagógico (visible tanto en las descripciones muy didácticas como en los diálogos excesivamente informativos) que para algunos podría lastrar la literaturidad de la obra, pero que logra en sus mejores pasajes, según lo veo, un desconcertante equilibrio con una compleja estructura narrativa en la que destaca el estupendo uso de la superposición de planos espaciales y temporales.

Fernando Clemot

El recurso a la transposición del artículo periodístico, la semblanza, la reflexión crepuscular del antihéroe reflejada en el interlocutor y otras alternativas expresivas oxigenan el peso, a veces excesivo, de una primera persona que tiende a ciertos recursos propios de la novela negra clásica (apuntes de realismo social, la presentación de Sarah Celles como femme fatale —luego matizada— tropos contundentes de trasfondo ético, metáforas cargadas de ironía, biografías desencantadas). Mérito del autor es haber sido capaz de hacerle levantar muy dignamente el vuelo con una serie de recursos puramente novelescos como la (s) historia (s) de amor o la integración de un elemento de intriga (los mensajes sobre la supervivencia de un criminal) que no cae en el rompecabezas, el crucigrama de sospechas ni en lo que el especialista Javier Coma llamaba crucitramas.

Sobrevuela, sobre todo, en Fiume, una reivindicación humanista, mediterránea, no solo italiana.

Fiume juega con la superposición de planos (de forma distinta a como lo hacía el Martin Eden de Pietro Marcello, acaso la mejor película del pasado año). Destaco también de la voz de esta novela, por decirlo con Oscar Tacca, la capacidad para la transposición que encuentra su paralelismo (hay detrás un escritor competente conocedor de muy distintos recursos, quizás la faceta docente de Clemot) en la simetría, muy inteligente, en los dos episodios de violencia grupal: la liderada en Norteamérica por los amigos del propio Tristram contra los jóvenes que explotan sexualmente a la hija y las vejaciones (muy balcánicas) al grupo de extranjeros por parte de los arditi.

Hay una cierta intertextualidad con ecos de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad en el episodio «Una luz en el adriático», viñetas del Manifiesto incierto de Frédéric Pajak, un ligero sarcasmo de La piel (Curzio Malaparte) y un ritmo semejante al de las mejores capítulos de R. L. Stevenson en los pasajes introductorios que le viene muy bien a esta novela.

Sobrevuela, sobre todo, en Fiume, una reivindicación humanista, mediterránea, no solo italiana. Me han interesado las reflexiones del autor y el juego que practica con el significado inmaterial de los lugares (fantástico el pasaje alrededor de la basílica de San Francisco de Asís) o el estimulante papel de la cocaína (la euforizante droga de la época frente al opio inhibidor del XIX). Clemot especula sobre la relación entre la masacre y la llanura, entre la oscura vastedad de los frentes orientales y la guerra transparente del sur, mientras consigue que la historia avance, el protagonista crezca y sepamos cómo funciona interiormente el conflicto humano (¿no es esa la gran aportación del género de la novela en su significado universal?)

Fernando Clemot

Uno sale de esta novela con intuiciones reforzadas y cierta luz en un tiempo emo-político, descreído y naïve aquejado de la imposibilidad de juzgar. Contribuye a ello el monólogo de Tristram Vedder, norteamericano poco liberal, poco pragmático, sobre el sinsentido de la guerra y los fines lindes entre la civilidad y la locura. Un tipo erudito (conoce Italia mejor que su país), culposo, antipático en cierto sentido ligado al peso de esa erudición (hay pasajes donde se hace evidente la autocrítica), capaz de sintetizar el núcleo anímico e ideológico que se sobrecalienta entre las dos carnicerías. Es cierto que en Fiume no encuentran demasiada cabida la nueva ironía (estoy pensando en las narraciones históricas o las semblanzas noveladas de Jean Echenoz) porque no hay distanciamiento, pero no hay distanciamiento porque Clemot se ha tomado en serio la parte axiológica del asunto: la disección de la violencia, la alerta contra la irracionalidad. Tampoco era para menos.

Es posible que se despache demasiado pronto la faceta literaria de D’Annunzio, quien haya leído El placer sabrá que no es justo con las letras enfriarle la esquela como sostendría el Pereira de Antonio Tabucchi: el Vate, ese espíritu del vitalismo fascista avant la lettre, ese hombre del teatro que tuvo la intuición de tratar a la masa como un público enfebrecido, podría decorar con su talento poético una folie enloquecida, genial y coqueta como la que describió Roberto Calasso para Baudelaire.

El espejo italiano siempre advierte, como hubieron de ver un tanto tarde ilustres paisanos tan distintos como Cesare Pavese o Norberto Bobbio, de lo que ocurre en el mundo después.

Ópera y clasicismo, amargura y homenaje, D’Annunzio como símbolo, denuncia de estridencias y de excesos, viaje por Italia, evocaciones y algo de politología, noir, formatos de la pasión, confesiones de alcoba y trampas de la memoria, advertencias contra el totalitarismo, psicología del veterano, arquitectura (una seña de la escritura de Clemot es la obsesión por la detallada descripción de los espacios).

El espejo italiano siempre advierte, como hubieron de ver un tanto tarde ilustres paisanos tan distintos como Cesare Pavese o Norberto Bobbio, de lo que ocurre en el mundo después. El fascismo nació en Italia: antes de Hitler fue Mussolini como antes de Trump fue Berlusconi. Fiume constituyó un prefacio (un pre-fascio si hacemos el fácil juego de palabras). El nervio de los nuevos D’Annunzio sin talento, la enésima apelación a los gobiernos de hombres libres y heroicos sigue provocando una rara fascinación en espíritus nerviosos de historiales de apocamiento, tanto en EE. UU como en Italia o España. Allá donde hay una esperanza malbaratada, un olvido del menesteroso hay un individuo frustrado y un potencial voto a la sinrazón. Debemos saber identificarlos incluso desprovistos de la parafernalia y el grito y esa es la lectura que puede hacerse del mensaje Carmine de Carolis sigue vivo (la nota que el protagonista recibe en la novela) un último y lúcido cruce con nuestro inquietantísimo tiempo.

Hermosos: poemas de D’Annunzio.

Malditas: ideas fascistas que cuajan en espíritus poco precavidos.

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