El 14 de septiembre de 1955 se produjo un movimiento sísmico en la ciudad de Nueva Orleans, el hecho no fue producido por el choque de dos placas tectónicas sino por un hombre llamado Little Richard aporreando salvajemente su piano y gritando como un poseso. Los efectos de ese terremoto, que cualquier sismólogo hubiera captado si hubiera estado atento, se siguen notando en nuestros días, pero ahora que el responsable nos ha dejado lo ha hecho casi en silencio, no como el fulgurante relámpago que fue.
Ese 14 de septiembre Richard Penniman, más conocido como Little Richard, se encontraba en la ciudad estrenando contrato con Specialty, un sello que le había fichado ese mismo año por la pureza de su voz y sus interpretaciones góspel. El productor de la sesión era Bumps Blackwell y ya habían grabado seis o siete canciones cuando este decidió parar la sesión y tomarse un descanso en un bar cercano. La voz de Richard era evidentemente la voz de una estrella, pero el material resultante no estaba siendo especialmente excitante.
Ya era de noche y el bar en el que estaban estaba poblado por una clientela muy particular, chulos y putas llenos de alcohol. Richard, al que su padre había echado de casa a los 13 años por gay, se encontraba en su salsa. Al ver que había un piano libre no dudó en subirse y atreverse a cantar una canción que había compuesto mientras trabajaba fregando platos. Un brutal grito cortó de golpe todas las conversaciones del local: ¡Aunbabulubabalambambú!, tras lo que Richard comenzó a cantar la letra original de “Tutti Frutti”: Tutti frutti — good booty! If it don’t fit — Don’t force it! You can grease it — Make it easy (algo así como Tutti Frutti, buen trasero, si no cabe, no lo fuerces, puedes engrasarlo, házlo fácil). No había que ser un lince para saber que estaba hablando de sexo anal, pero el caso es que había comenzado una pequeña revolución en el local y Blackwell había encontrado el material perfecto para la sesión.
Volvieron al estudio y Blackwell le pidió a la letrista Dorothy La Bostrie que pusiera unas palabras que pudieran emitir las radios. Sin apenas tiempo, en 15 minutos se grabaron dos tomas y al mes siguiente el disco estaba en la calle. ¡Auanbabulubabalambambú!, el rock & roll había encontrado su grito de guerra. Era un aullido liberador en la mojigata y agobiantemente bien pensante sociedad de los años 50. Rápidamente, como había pasado con la letra original, la industria intentó buscar un versión light (y blanca), en este caso el sosaina de Pat Boone. La versión original de Richard fue un éxito pero la versión de Boone fue uno todavía mayor. Eso sí, la primera la compraron los hijos y la segunda, los padres.
En los siguientes 18 meses, Richard grabaría Long Tall Sally, Slippin’ and Slidin’, Rip It Up, Ready Teddy, The Girl Can’t Help It, Lucille, Jenny, Jenny, Miss Ann, Send Me Some Lovin, Keep A-Knockin’, Can’t Believe You Wanna Leave o Good Golly, Miss Molly, santas piedras sagradas sobre las que se construyó el edificio del rock & roll, un género del que se autodenominó el arquitecto.
La jugada de Boone solo se pudo repetir con la primera, el pobre cantante no hubiera podido cantar Ready Teddy o Jenny, Jenny ni enchufado a un inhalador de oxígeno. Las letras seguían sin tener mucho sentido, pero Little Richard era uno de esos pocos cantantes a los que les daba igual lo que estuvieran cantando, las palabras sobraban cuando entraba en éxtasis y soltaba esos wuuu juuus frenéticos que sonaban a experiencia extracorporal.
Para ese momento, Little Richard ya era una bomba de relojería en los cimientos de la sociedad norteamericana de los años de McCarthy. Era, sin duda, el más extravagante y salvaje de los cantantes de rock & roll, con un peinado que desafiaba la ley de la gravedad y más maquillaje en la cara que una cabaretera. Verle en directo era como experimentar el sexo la primera vez, morder un trozo de la manzana prohibida, su encanto llegaba tanto a las chicas blancas tanto como a las negras, algo realmente preocupante en una sociedad segregada, pero puede que más preocupante fuera el hecho de que tampoco discriminara a los chicos.
Su vida en la carretera haría parecer un cuento infantil a una película de Almodóvar. Little Richard era el Armagedón para grupos como el Ku Kux Klan. En Inglaterra su impacto entre los más jóvenes fue parecido, John Lennon llegó a plantearse su inquebrantable fe en Elvis y David Bowie vio en él al alienígena en el que querría convertirse.
Pero su fulgor no estaba destinado a durar para siempre, en octubre de 1957, en medio de una gira por Australia, junto a Gene Vincent y Eddie Cochran, en el transcurso de un turbulento vuelo en avión, Richard vio un resplandor en el cielo y lo interpretó como una señal divina para que se apartara de la música del diablo. El hecho de que el resplandor tuviera una explicación científica de lo más plausible —lo que Little Richard vio en octubre de 1957 sobrevolando Australia no era otra cosa que el Sputnik ruso—, no le hizo cambiar de opinión lo más mínimo. Tiró sus diamantes al río y decidió convertirse en un pastor religioso. A su vuelta a EEUU, Specialty logró convencerle para grabar una última sesión pero, tras terminarla, Richard cumplió su palabra y se alejó de los focos.
Fue algo normal en un hombre lleno de contradicciones. Éstas no eran cualquier cosa, estamos hablando de alguien que era el ying y el yang a la vez, alguien que se autoproclamó como Rey y Reina del rock al mismo tiempo, alguien que llegó a decir que solo había una cosa que le gustase más que una polla grande y era una polla más grande, pero que renegaba de su parte homosexual en cuanto atravesaba una de sus crisis religiosas. El rock & roll tampoco se salvaba y, el hombre que terminaba sus orgías con una Biblia en la mano, llegó a afirmar que la música rock era la música del demonio, como si fuera uno de aquellos intransigentes que no hubieran dudado un segundo en lincharle a mediados de los 50.
No fue la retirada definitiva, una persona con un ego capaz de subirse al cuadrilátero frente al de Muhammed Ali y aguantarle 12 asaltos siempre terminaba regresando y, en 1962, volvió al rock & roll en el momento justo para enseñarles a Beatles y Stones un par de lecciones fundamentales para convertirse en estrellas. Pero su música grabada nunca volvería a tener la fuerza y el impacto de aquellos mágicos 18 meses a mediados de los 50.
Eso sí, encima de un escenario siguió sin tener rival y nunca dejó que nadie le eclipsara, algo que pudo aprender en carnes propias otro de sus discípulos aventajados, un Jimi Hendrix que a mediados de los 60 estuvo en la banda de Richard. Cuando en medio de un concierto Richard escuchó los chillidos habituales pensó que su magia seguía funcionando, pero cuando comprobó que eran la reacción a que su guitarrista zurdo estaba tocando la guitarra con los dientes decidió tomar cartas en el asunto. Desde aquel día el lugar que ocupaba el guitarrista en el escenario se quedaba completamente a oscuras…
Little Richard no fue ni la primera, ni la más grande estrella de rock, pero sí fue el molde en el que se forjaron todas las demás, fue, en definitiva, LA ESTRELLA DE ROCK, el hombre que creó el concepto y en el que se han mirado casi la unanimidad de las mismas, de Paul McCartney a Jimi Hendrix, de David Bowie a Prince, de Elton John a Mick Jagger. Little Richard simboliza como ninguna otra la grandeza, los excesos y las contradicciones de ser una estrella del rock.
Puede resultar demasiado fácil, pero el paralelismo es evidente, Little Richard fue el Sputnik del rock & roll, su aparición fue breve y fulgurante pero cambió el mundo para siempre. Little Richard ha muerto y, a pesar de su tremendo ego, el mundo no ha dejado de dar vueltas, pero ese mundo que deja tras de sí es totalmente diferente al que le vio llegar, un 5 de diciembre de 1932. Cualquiera que haya vivido tanto como él podría decir lo mismo, pero muy, muy pocos en esos casi 88 años podrán decir que han ayudado tanto a ese cambio como él mismo, tanto a nivel artístico como a la hora de romper barreras raciales o de identidad sexual. Su vida estuvo consumida por sus contradicciones entre sus impulsos y su educación, en un mundo en el que estos no tenían cabida, pero nadie puede negar que ha dejado su marca. La Reina ha muerto, larga vida a Jerry Lee Lewis.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!