Probablemente, Emily Brontë murió un 19 de diciembre de 1848, tras largos atardeceres de acumulación de aflicciones como negros nubarrones cuyo inasumible colofón pudo ser la muerte de su hermano Branwell, el único varón de ese grupo de supervivientes, la columna ocre del cuadro que sirve de imagen destacada: de izquierda a derecha Ann, Emily, Branwell y Charlotte.
El año pasado se celebraron 200 años del nacimiento de la autora de Cumbres borrascosas (1847), responsable de más de un centenar de poemas firmados bajo el seudónimo masculino de Ellis Bell. Como marca primera de lo improbable de su deceso, una fila interminable de lectores asciende cada año a lo más alto del pueblo de Haworth, en el norte de Inglaterra, tras ponderar en los esplendores cárdenos del final del día los posibles desenlaces de sus propias pasiones encontradas, instantes antes de que la luna corone las umbrías lápidas del cementerio y, entre el paisaje rocoso de los páramos, se dibuje la sobria casa de ladrillo negro, el discreto hogar de pastores anglicanos donde tres mujeres excepcionales escribieron uno de los capítulos más fascinantes de la literatura universal.
Una segunda señal apunta a las claves argumentales del gótico más romántico (el romanticismo ligado a lo monstruoso, por único, y a lo oscuro) donde las almas vagan y a su capricho aparecen. Sigue soplando el viento en los páramos de Yorkshire, trasunto de pasiones exhaladas en la humedad de la niebla, tropo a su vez de la desorientación, y no es improbable escuchar la voz ahora atiplada, ahora desencadenada de Emily Brontë en un fárrago cenital de emociones adversarias.
Escribe George Bataille en La literatura y el mal, que Emily Brontë parece haber sido objeto de una maldición privilegiada: pocos seres tan rigurosos, tan rectos, tan audaces llegaron hasta el límite del conocimiento del mal. Obra de la literatura, de la imaginación, del ensueño, su vida probablemente concluida a los treinta años la mantuvo apartada del mundo de la experiencia, y un tercer y último motivo para creer que sigue ella escribiendo en la neblina azarosa y celada de su pedregal baldío descansa en su conocido afán por aventurarse en los territorios imaginados de una hermandad literaria (Juvenilia): Angria, de Charlotte y Branwell; Gondal, de Emily y Anne
Siempre he encontrado en los juegos sin lindes, libres y salvajes de Catherine y Heatchcliff en Cumbres borrascosas la más profundamente bella y violenta de las historias de amor y de tanto en tanto la releo. La adaptación cinematográfica que prefiero es la de la británica Andrea Arnold, directora de la estupenda Fish Tank (2009). Las Wuthering Heights de Arnold tenían el mérito (frente a versiones clásicas como la William Wyler) de poner en primer plano, entre vapores densos y nostalgia dream-pop, la furia ahora vandálica, ahora desgarrada del amor.
El año pasado se sucedieron interesantes estudios sobre las Brontë, pero ha sido hace poco cuando hemos podido terminar Infernales. La hermandad Brontë (Taurus, 2019) de Laura Ramos, un gran título para una aproximación fraterno-biográfica que cuestiona el mito virginal y edulcorado de las escritoras del páramo y que recomendamos aquí. Encontramos en Infernales ecos de la sospecha de Bataille, recelos, anomia, provocación punk, modernidad y derroteros belgas de la más moderna de las Brontë, todo ello de acuerdo con fuentes afortunadamente «difamantes», o mejor, abochornadas: chismes, videntes y fantasmas. Vidas cimeras, historias terribles en bocas aparentemente púdicas.
Amores de sensualidad en suspenso en el mundo de una soberanía erizada y hostil, de sentimientos fijados, como todos, en la infancia, o, al decir de Bataille, como si el mal fuera el mejor medio para expresar la pasión. Un mal contrario a la razón, un mal rebelado contra el bien, un mal voluptuoso que se complace en destruir o, al menos, en pervivir en un apasionado y raro deleite, como adujeron Nietzsche en su ensayo sobre una filosofía de futuro (lo que se hace por amor acontece siempre más allá del bien y del mal) o André Breton al sugerir que existe un determinado punto donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario dejan de ser percibidos como contradictorios.
Hermosos: James Howson, Kaya Scodelario.
Malditas: Tuberculosis.
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