Todo buen cinéfilo lo sabe: la sombra de Bergman es alargada. Nuri Bilge Ceylan evoca al maestro sueco y a dramaturgos como Chéjov o Shakespeare en su última película, ganadora de la Palma de Oro y del Premio FIPRESCI en el pasado Festival de Cannes.
En mitad de una demoledora conversación marital, Nidal (esa bella condenada a ver marchitar su juventud enclaustrada en lo más recóndito de la estepa de Capadocia por voluntad de la bestia que tiene como cónyuge) reprocha al altivo Aydin su reiterado empleo de términos como conciencia y moral, reprimenda que podría hacerse extensible al director Nuri Bilge Ceylan: Sueño de invierno tiende a una (excusable) redundancia en varios pasajes de su maratoniano metraje (197 minutos), así como a explicitar los conflictos dramáticos mediante la palabra, durante dilatados duelos dialécticos en los que el cineasta se sirve del espacio para ilustrar físicamente la distancia emocional que separa a sus personajes.
Estamos, sin duda, ante el filme de Ceylan que denota una mayor influencia teatral en su construcción. Significativo resulta que su protagonista se muestre incapaz de emprender la redacción de esa historia del teatro turco cuya escritura lleva años aplazando hasta que se haya desenmascarado plenamente frente al espectador.
Ceylan abandona el tímido acercamiento genérico mostrado en la excelente Érase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadolu’da, 2011), pero no su interés en el ser humano como epicentro de contradicciones y dilemas morales: su séptimo largometraje constituye el lúcido retrato de un personaje poliédrico al mismo tiempo que un inmisericorde reflejo del asfixiante yugo de las relaciones de poder interclasistas y sus perniciosas consecuencias, que resuenan a través de generaciones (la acción coercitiva que Aydin ejerce sobre los personajes que tiene bajo su dominio aparece metaforizada en su pretensión de dar caza y domesticar a un caballo salvaje).
Desde su distanciado hotel, el protagonista pretende (en su soberbia) sentar cátedra sobre cuestiones religiosas y éticas valiéndose de una columna semanal en el periódico local; ejercicio periodístico que reafirma su virtual condición de autoproclamado monarca que se dirige a sus súbditos (Aydin es el propietario de buena parte de las tierras y viviendas de la zona).
La mirada humanista de Ceylan se posa nuevamente en personajes vitalmente desorientados para retratar los infinitos claroscuros del alma humana, cuya inmensidad contrasta con la insignificancia que adquiere la figura antropomorfa entre la vastedad de la naturaleza en los planos iniciales de esta absorbente disertación filosófica que engrandece el arte cinematográfico.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!