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Cartas a Bunbury

Para volar sólo hace falta la imaginación (y un par de huevos)

En Lifestyle, Cartas a Bunbury lunes, 21 de julio de 2014

Rafa Gassó

Rafa Gassó

PERFIL

¿Hay algo más exasperante que volar?

¿Hay algo más exasperante que los aeropuertos? Así es, Enrique. No me gusta volar. Es más rápido leerse una entrevista de JotDown que lograr meter el pie en una aeronave. Tal cual lo concluí hace un par de días cubriendo la ruta entre Delhi, India, y Zurich, Suiza.

Primero, porque en Asia, en general, los controles son especialmente pesados y absurdos. Control a la entrada del recinto, control de metales y control antes de subir al avión cuando no al bajar de él. O alguien hace mal su trabajo o la regla es tocar las pelotas como para recordar que lo de volar, como lo de recoger la mierda de un chucho -aunque éste sea tu mejor y más fiel amigo (esto merecería un post aparte, por cierto)-, es ANTI NATURAL como un dueto entre Falete y los Judas. En mayúsculas y por si no queda claro.

He entrado de puntillas en  Nueva York por si descubrían que mi viaje era de trabajo y no de turismo; dos veces. La segunda, con la resaca de mi vida y tratando de comprender lo que un chicano estadounidense de segunda generación –los peores y más racistas ciudadanos de ese “primer mundo” con más costras de roña que el mismísimo metro de París-, me preguntaba suspicaz en el segundo control de metales, a pie de embarque, en el aeropuerto de Barajas: ¿Qué le dieron para que pasase ilegalmente en su equipaje de mano?. ¿Un cabezazo como el que te voy a arrear yo a ti, hijo de un Ñeta? Pase. He deseado ser un terrorista suicida en Heathrow para llevarme por delante la soberbia y el retraso mental de una policía británica que le hizo probar el biberón a una madre de color negro para demostrar que lo que llevaba consigo y con su bebé era leche y no explosivo líquido ni veneno. Me han humillado en Suiza por olvidar quitarme el cinturón y no haberme leído Mi lucha, tras un vuelo nocturno de 12 horas. Por no hablar de llegar a España tras una semana cubriendo disturbios a la pimienta en un vuelo procedente de Estambul con la maleta de una amiga que dejaba la ciudad tras seis años viviendo en ella, y tener que soportar que un Guardia Civil se calce unos guantes de látex para someterte a un exhaustivo registro en el que, sacando braguitas una a una, te pregunte si son tuyas: Sí, son mías. Mirada fija con sonrisa suficiente y un deseo en el alma de que lo próximo que encuentre sea un consolador del tamaño de un calabacín transgénico tamaño XXL.

He volado con todo tipo de fármacos y objetos punzantes y me han “cazado” por “tratar de colar” un mechero en esa tierra de nadie cuya puerta de entrada es el duty free. Resulta tan cómico como irritante que una docena de policías registre un calendario de pared que portas contigo como si fuera una bomba extra plana de última generación, cuando acabas de deshacerte de un chivato de hierba olvidado en un bolsillo del pantalón justo un segundo antes de pasar un control que lleva asociado una generosa metida de mano que no ofrece ni cena ni baile ni traje, en un habitáculo cuyas cortinas tapan lo justo como para que los que esperan detrás vean tus pies y no olviden, por tanto, que allí los que mandan son retrasos con uniforme.

¿Y qué decir de ese paseíllo –a la entrada y a la salida del avión-, mirando de reojillo esa first class” a la que nunca tendrás acceso, para acabar compartiendo asiento y vuelo transoceánico con una ansiosa bola de sebo que te mantiene aprisionado contra la ventanilla, te deja sin hueco para apoyar el brazo, y podría comerse hasta las revistas, las mantas, las almohadas y los auriculares que lleva tu plaza, e incluso a ti mismo?

O ese clásico pasajero/a que te toca delante y recuesta su asiento como si fuera a llegar un dentista para arreglarle las caries. Que sólo le falta el babero y un perímetro electrificado para que tú no pongas en práctica tus clases de batucada, porque eso es precisamente lo que vas a hacer. O esas largas esperas para que el ocupante del lavabo comprenda que a un avión se sube duchado, afeitado, depilado y con las uñas cortadas, pintadas o el tinte del pelo aplicado en una peluquería. Un habitáculo regido por camareros y del que no se puede salir, Enrique, nunca fue buena idea.

Y ve a recoger la maleta, esa es otra. Se tarda menos en recorrer el Camino de Santiago que en llegar a las cintas de equipaje. Yo he visto a más de uno ir equipado de Decathlon para ir a recuperar su mochila después de haberse bajado de un vuelo local. Aterrizas en El Prat y tu bagaje aparece en Reus. Hay quien ha tenido que solicitar hasta visado.

No, no me gusta volar, Enrique. O al menos no me gusta volar si al llegar a destino no me espera Juanma Iturriaga con un ramo de flores mientras suena la melodía de “Inocente, Inocente”.

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