La propaganda del dólar ha empapado nuestra sensibilidad cinéfila con un montón de mediocres películas protagonizadas por Tom Cruise y otras estrellas del Hollywood más convencional. ¿Es posible desintoxicarse? Sí, es posible. Difícil, pero posible.
En este mismo blog publiqué el pasado 31 de julio el artículo Ese cine español no es para nosotros, en el que lamentaba que en ‘Cine de barrio’ (TV1) y ‘Nuestro cine’ (13TV) se emitan semanalmente películas españolas en su gran mayoría populacheras e ínfimas que, pese a ser ciertamente representativas de lo que se ha rodado y exhibido en nuestro país, no hacen empero justicia al gran cine español de los años 40-60 del siglo pasado (explicación innecesaria: ¿de qué otro siglo iba a ser?). Un cine sentido, honrado, personal y vigoroso que existir, existe y que merece ser reivindicado con ganas. Citaba como ejemplos Mi tío Jacinto (Ladislao Vajda, 1956), El cebo (Vajda, 1958), El mundo sigue (Fernando Fernán Gómez, 1963) y El extraño viaje (Fernando Fernán Gómez, 1964) y La tía Tula (Miguel Picazo, 1964).
Un joven amigo, amante del cine norteamericano, incluso del peor, leyó aquel artículo y prometió hacerme caso. “Olvídate durante una temporada del Hollywood clásico, que tanto amamos tú y yo, y sumérgete durante unos meses en las grandes películas del cine español pobre y en blanco y negro”, le dije. Poco a poco, con la ayuda del coleccionista Pepe Catalán (que posee más de 7.700 películas), el incipiente cinéfilo comenzó a ver títulos recomendados en este blog y luego otros que le íbamos sugiriendo. Descubrió así un mundo nuevo.
Nuestro tutelado había visto El verdugo (Luis García Berlanga, 1963), pero no Plácido (Luis García Berlanga, 1961). Lo hizo. También vio El pisito (Marco Ferreri, 1959) y El cochecito (Marco Ferreri, 1960). Y Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956), La vida por delante (Fernando Fernán Gómez, 1958), Juguetes rotos (Manuel Summers, 1967)… “¿Cómo es posible que el franquismo hiciera tantas películas tan formidables y tan críticas?”, me preguntó. Le maticé: “No las hizo el franquismo, son películas que se hicieron a pesar del franquismo y en muchas ocasiones contra el franquismo, películas/milagro que fueron realidad tras superar mil dificultades, problemas severos de producción, distribución y exhibición y escasa publicidad”.
Ahora mi casi imberbe amigo nos pide más recomendaciones. El jovencillo empieza a ser una persona interesante. Pepe Catalán y yo nos vemos algunas mañanas en la terraza del MuVIM y deliberamos nuestras futuras sugerencias. “¿Tienes La torre de los siete jorobados (1944), de Edgar Neville?”, le pregunto. Pepe asiente con la cabeza, muy contento. “Sí”. “¿Se la recomendamos?”. Otro asentimiento de Pepe. Nos sentimos transmisores a las nuevas generaciones de una cultura hispana de calidad y casi desconocida.
Unas veces entre zumos de zanahoria y otras compartiendo vasitos de vino tinto, proponemos nuestra lista operativa –hay que disponer de una copia- de títulos valiosos del cine español, muchos de ellos inencontrables en el mercado comercial del video: La corona negra (Luis Saslavsky, 1950, con argumento de Jean Cocteau y diálogos en español de Miguel Mihura); Cielo negro (Manuel Mur Oti, 1951); Los ojos dejan huellas (José Luis Sáenz de Heredia, 1952); Carne de horca (Ladislao Vajda, 1953); la insólita y muy divertida Tres eran tres (Eduardo García Maroto, 1954); o A sangre fría (Juan Bosch, 1959). En el baúl del cine español hay muchas buenas películas por redescubrir. Especial y sorprendentemente, policiacas (el mejor heredero de esa tradición es actualmente Enrique Urbizu (La caja 507, No habrá paz para los malvados).
Pepe Catalán y yo tenemos la esperanza de poder desintoxicar a nuestro joven muchachuelo de tanto cine en vena liderado por Tom Cruise (y luminarias similares), abriéndole los ojos a nuestro pasado fílmico más ilustre. Recurriremos a películas nobles y con raíces propias, protagonizadas por Antonio Casal, José Isbert, Manolo Morán, Fernando Rey o Susana Canales, entre otras estrellas hispanas. No es una misión imposible. Difícil sí, lo reconocemos. Pero no imposible.
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