Con pocas excepciones, el cine falsea el complejo universo de los niños. Las pretensiones “angelicales” son cuestionadas por películas magistrales como Alemania, año cero o Viento en las velas.
¿Infancia mal tratada o maltratada? Las dos cosas. Una conlleva a la otra. En el plano creativo se trata mal a los niños porque los guionistas y directores no se esfuerzan casi nunca en proporcionarles una psicología verosímil. Y se les maltrata porque construyen una imagen idealizada de la infancia. Los más influenciables con las mentiras de la cultura populista hacen comparaciones y se preguntan por qué sus hijos, sobrinos y vecinitos no son tan adorables como los que salen en las películas. Esa engañifa cultural, fomentada por el cine y la televisión de bajas calidades, genera en muchos consumidores una larvada irritabilidad que a menudo desemboca en episodios de crueldad con niños y adolescentes, siempre vulnerables ante la papilla mental que se cuece en el cerebro de adultos con pocos recursos mentales y sensación de fracaso. Falsear la realidad nunca da buenos resultados.
Pienso en la odiosa Marisol de Un rayo de luz (Luis Lucia, 1960) o Ha llegado un ángel (Lucia, 1961). Una criaturita empalagosa, arregla-conflictos, que da sermones mirando hacia las alturas y canta sin desmayo –sí, ciertamente es incansable- para ahuyentar las penas familiares y animar al personal. Vaya pesadilla doméstica. Entiendo que Pepa Flores no quiera saber nada de su carrera cinematográfica. Lo mismo ocurre con los personajes que el cine del franquismo ideó –con espectaculares resultados comerciales- para Joselito (El pequeño ruiseñor, Antonio del Amo, 1956; El ruiseñor de las cumbres, Del Amo, 1958), Rocío Dúrcal (Canción de juventud, Lucia, 1962; Rocío de la Mancha, Lucia, 1963) o Ana Belén (Zampo y yo, Lucia, 1965). La Hayley Mills de Pollyanna (David Swift, 1960) y Tú a Boston y yo a California (Swift, 1961) no queda muy lejos de los atorrantes modelos hispanos de la época.
En el cine más comercial de nuestro momento las cosas no han cambiado apenas. No hay más que ver Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015) para comprobar la cantidad de estupideces e incongruencias que se les hace decir a los dos insoportables hermanitos de la película. Se ríen a destiempo en medio del terror, se enfrascan en diálogos de besugos y, para mostrar al personal que son seres sensibles, se ponen a lamentar, en una escena que no viene a cuento, la separación de sus padres. Me entraron ganas de salirme del cine. No lo hice porque estaba en la última fila y había que bajar un montón de escalones en medio de la oscuridad. Esa aventura, cuando uno ya no es un jovencito, es más peligrosa que cualquier tiranosaurio en 3-D.
El caso es que hay otros modelos mucho más interesantes en la historia del cine. Historias con niños egoístas o generosos, según situaciones y según problemas. Tienen psicologías contradictorias. Capaces de lo mejor y de lo peor. Más o menos igual que sus mayores. Lejos de los simplismos, estereotipos y lugares comunes, nos parecen verdaderos seres humanos, no monicacos santurrones. Cuando en un asunto esencial se supera el escollo de la edulcoración a granel, es revelador de que hay talento en el proyecto. Centrándome en las décadas 1940-90, cito por orden cronológico doce películas, excelentes todas, que muestran a los niños con la complejidad que merecen: Ladrón de bicicletas, Vittorio de Sica, 1948; El ídolo caído, Carol Reed, 1948; Alemania, año cero, Roberto Rossellini, 1948; El río, Jean Renoir, 1951; Hunted, Michael Crichton, 1952; Sammy, huida hacia el sur, Alexander Mackendrick, 1963; Viento en las velas, Mackendrick, 1965; El incomprendido, Luigi Comencini, 1966; Amarcord, Federico Fellini, 1973; El espíritu de la colmena, Víctor Erice, 1973; El sur, Erice, 1983; Un mundo perfecto, Clint Eastwood, 1993.
Se podrían poner más ejemplos. Espigando aquí y allá, quizá un centenar más. No son pocos. Pero sí lo son comparados con los millares de películas que, empeñadas en alienarnos, nos cuentan trolas “angelicales” sobre esos años -de formación, difíciles, delicados- que llamamos infancia. La génesis de lo que va a venir.
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