De ideología muy conservadora, Leo McCarey fue el realizador de la película más subversiva de los hermanos Marx. En su filmografía, en la que abundan las obras maestras, también hay amargas diatribas contra el falso orden familiar.
La filmografía del director estadounidense Leo McCarey (1898-1969) es tan apasionante como extraña. Su primer largometraje fue La estirpe secreta, 1921, perteneciente al periodo mudo. Entre 1924 y 1929 dirigió o supervisó cerca de trescientos cortometrajes en el enloquecido género del slapstick; fueron sus años de formación. Con esas historietas cómicas de 10/20 minutos se forjó su estilo: planificación precisa y sobria, rechazo de los subrayados, síntesis narrativa, confianza en el espectador, ritmo pausado y elegante, clasicismo formal, importancia de los actores y del lenguaje de sus cuerpos, veracidad psicológica…
En los años treinta, ya en el sonoro, McCarey realizó comedias, cine cómico (la genial Sopa de ganso, título mayor de los hermanos Marx) y películas amenas de géneros diversos al servicio de luminosas estrellas (No es pecado, 1934, con Mae West; Nobleza obliga, 1935, protagonizada por Charles Laughton, La vía láctea, 1936, con un Harold Lloyd lejos ya de sus mejores momentos…
A partir de 1937 se consolida su personalidad cinematográfica, esencial y nada exhibicionista, al rodar obra maestra tras obra maestra: la dura e insólita Dejad paso al mañana, crónica de los abismos generacionales y del egoísmo en el seno familiar; la seductora comedia La pícara puritana (1937); la primera versión de Tú y yo (1939) con Irene Dunne y Charles Boyer, así como el original y poderoso filme antinazi Hubo una luna de miel (1942).
En 1944, inició el magistral díptico de ambiente religioso, Siguiendo mi camino y Las campanas de Santa María (1945); a continuación, rodó la pantanosa comedia El buen Sam, 1948; una película anticomunista con doble lectura, ambas muy severas, Mi hijo John, 1952, y la segunda y aún mejor versión de Tú y yo (1957, con Deborah Kerr y Cary Grant). Tras este sublime melodrama, McCarey pierde pie y clausura su carrera con una comedia maliciosa y menor, Un marido en apuros, 1957, y otra película anticomunista, Satanás nunca duerme (1962), mucho más maniquea y perezosa que Mi hijo John.
De todas las que he citado de su etapa de madurez, las menos conocidas son Dejad paso al mañana, El buen Sam y Mi hijo John. Las tres fueron rotundos fracasos comerciales. No es de extrañar. Las tres son muy pesimistas. La aparentemente más cordial de ese trío de flores negras cinéfilas es El buen Sam. Pero, tras su primera capa de ligera crítica de costumbres, se esconde una amarga diatriba sobre la condición humana. Con McCarey nunca hay que fiarse, en su cine siempre hay más de lo que vemos en la superficie. Cuento muy por encima el argumento: Sam Clayton (Gary Cooper), con un buen empleo y padre de dos niños, es tenazmente partidario de favorecer al prójimo en todo lo que pueda. Su mujer, Lucille (Ann Sheridan), le hace ver, cada vez más enojada, que esa predisposición tan persistente a practicar el bien les están creando muchos problemas domésticos, tanto económicos como vitales y de horarios. Sam no hace caso. Él es un hombre bueno de una pieza. Continúa con firmeza su cruzada de ayudar a quienes se lo pidan. Su dinero, su casa, su tiempo y hasta su ropa los comparte con los demás si con eso soluciona problemas ajenos.
El falso final feliz de El buen Sam nos lleva a intuir que esa familia estadounidense con aspiraciones pequeño-burguesas, tarde o temprano, tendrá que enfrentarse a crisis irresolubles. No está nada claro que el algo loco Sam acabe comprendiendo –como sí terminan intuyéndolo Nazarín y Viridiana en las películas homónimas de Buñuel- que está muy bien hacer el bien, pero hay que hacerlo bien (y perdone el lector la redundancia del vocablo “bien”, ese concepto tan resbaladizo).
Es muy curioso el caso de Leo McCarey como ciudadano y como cineasta. De ideología conservadora (su papel en la caza de brujas mccarthista fue poco ejemplar), dirigió sin embargo la película más subversiva de los Marx, Sopa de ganso, y fue el autor, como guionista y realizador, de pesimistas reflexiones contra el falso orden familiar (Dejad paso al mañana, El buen Sam y Mi hijo John). Sorprende también que sus dos películas clericales no sean nada empalagosas, sermoneras, proselitistas o blanduzcas. Por el contrario, resultan emotivas, solidarias, alegres y abiertas. Hay que ver la de cosas que pueden conseguir los buenos artistas. Entre otras, dejar aparcadas de vez en cuando sus ideologías y mostrarse receptivos en sus obras a la complejidad de las relaciones personales. Sobre todo con los vecinos y los cuñados.
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