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Bruce Springsteen vs Pet Shop Boys: la dupla de los prejuicios

En Música jueves, 21 de abril de 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

El rockero norteamericano Bruce Springsteen y el dúo synth pop británico Pet Shop Boys, seguramente, son los músicos que más tabús han generado en las últimas décadas entre concepciones contrapuestas de la música popular.

La modernidad recalcitrante nunca ha terminado de tragar al primero. No al menos desde un prisma que no tuviera nada que ver con el cinismo. El rockerío tradicionalista más inflexible nunca ha empatizado con los segundos. Ambos poseen dos de los repertorios más ricos, hondos y sobresalientes de la música popular de las últimas cuatro décadas. Pero para muchos Bruce Springsteen sigue encarnado en aquel culo enfundado en unos jeans, con la gorra asomando desde su bolsillo trasero, que lucía orgulloso en la cubierta de Born In The USA (Columbia, 1984). Para tantos otros, los Pet Shop Boys no son más que esa pareja de horteras, frívola y autocomplaciente, que factura machaconas y recauchutadas melodías, remojadas en un almíbar ideal para poner hilo musical a cualquier centro comercial.

Los prejuicios nunca están exentos de operar en doble dirección. La RAE los define como un juicio u opinión, generalmente negativos, que se forma inmotivadamente de antemano y sin el conocimiento necesario. Y aunque las generalizaciones siempre hacen que al final parezca que tengan que pagar justos por pecadores, hay pocos músicos que hayan ejemplificado con más vigor la tozuda obstinación con la que las preconcepciones nos acechan. Por mucho tiempo que haya pasado.

Es cierto que algunas de las frecuentes visitas que Springsteen ha rendido a nuestro país -alguna de ellas portentosa- ha finiquitado más de una obcecación. Pero el boss sigue sin ser del todo apreciado por el hipsterismo rampante. Poco importa que algunos de sus trabajos contribuyeran a pavimentar el terreno para que la americana fuera solidificando su discurso más deshuesado y árido, como así ocurrió con discos como Nebraska (Columbia, 1982) o The Ghost Of Tom Joad (Columbia, 1995). O que su inclinación por cultivar una épica de clase trabajadora, que se redimensiona sobre el escenario, haya obtenido gran eco en plena era Pitchfork en los arrolladores conciertos de Arcade Fire, la gran banda indie por excelencia de la última década. O que su posicionamiento ante infinidad de cuestiones que demandaban un pronunciamiento progresista haya sido inequívoco. Springsteen siempre será para muchos ese rockero cansino y rancio que, con cada nueva entrega o gira, nos da la tabarra desde el telediario.

En sentido inverso, tampoco es de gran relevancia que los Pet Shop Boys escribieran en su momento la banda sonora de El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925), una de las primeras cimas cinematográficas del siglo XX. Ni que se hayan embarcado en musicales con autores teatrales de prestigio (Closer To Heaven, con Jonathan Harvey, en 2001). Ni que sean dos señores que, rondando los 60, lleven ya 30 años ofertando un dechado de imaginación, inventiva y capacidad de regeneración escénica desde un prisma pop, sin necesidad de esas grandes coreografías aeróbicas en las que la mayoría de estrellas del mainstream sustentan su poderío. Ni que hayan firmado algunas de las más bellas evocaciones del paso del tiempo, del sentimiento de pérdida o del extravío de los ideales de juventud en canciones pop. Nada de ello les dará legitimidad intelectual ante quienes profesan alergia a cualquier tonada que llegue bajo una envoltura sintetizada, por liviana que sea.

La modernidad recalcitrante nunca ha terminado de tragar al primero. No al menos desde un prisma que no tuviera nada que ver con el cinismo. El rockerío tradicionalista más inflexible nunca ha empatizado con los segundos. Ambos poseen dos de los repertorios más ricos, hondos y sobresalientes de la música popular de las últimas cuatro décadas. Pero para muchos Bruce Springsteen sigue encarnado en aquel culo enfundado en unos jeans, con la gorra asomando desde su bolsillo trasero, que lucía orgulloso en la cubierta de Born In The USA (Columbia, 1984). Para tantos otros, los Pet Shop Boys no son más que esa pareja de horteras, frívola y autocomplaciente, que factura machaconas y recauchutadas melodías, remojadas en un almíbar ideal para poner hilo musical a cualquier centro comercial.

Los prejuicios nunca están exentos de operar en doble dirección. La RAE los define como un juicio u opinión, generalmente negativos, que se forma inmotivadamente de antemano y sin el conocimiento necesario. Y aunque las generalizaciones siempre hacen que al final parezca que tengan que pagar justos por pecadores, hay pocos músicos que hayan ejemplificado con más vigor la tozuda obstinación con la que las preconcepciones nos acechan. Por mucho tiempo que haya pasado.

Es cierto que algunas de las frecuentes visitas que Springsteen ha rendido a nuestro país -alguna de ellas portentosa- ha finiquitado más de una obcecación. Pero el boss sigue sin ser del todo apreciado por el hipsterismo rampante. Poco importa que algunos de sus trabajos contribuyeran a pavimentar el terreno para que la americana fuera solidificando su discurso más deshuesado y árido, como así ocurrió con discos como Nebraska (Columbia, 1982) o The Ghost Of Tom Joad (Columbia, 1995). O que su inclinación por cultivar una épica de clase trabajadora, que se redimensiona sobre el escenario, haya obtenido gran eco en plena era Pitchfork en los arrolladores conciertos de Arcade Fire, la gran banda indie por excelencia de la última década. O que su posicionamiento ante infinidad de cuestiones que demandaban un pronunciamiento progresista haya sido inequívoco. Springsteen siempre será para muchos ese rockero cansino y rancio que, con cada nueva entrega o gira, nos da la tabarra desde el telediario.

En sentido inverso, tampoco es de gran relevancia que los Pet Shop Boys escribieran en su momento la banda sonora de El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925), una de las primeras cimas cinematográficas del siglo XX. Ni que se hayan embarcado en musicales con autores teatrales de prestigio (Closer To Heaven, con Jonathan Harvey, en 2001). Ni que sean dos señores que, rondando los 60, lleven ya 30 años ofertando un dechado de imaginación, inventiva y capacidad de regeneración escénica desde un prisma pop, sin necesidad de esas grandes coreografías aeróbicas en las que la mayoría de estrellas del mainstream sustentan su poderío. Ni que hayan firmado algunas de las más bellas evocaciones del paso del tiempo, del sentimiento de pérdida o del extravío de los ideales de juventud en canciones pop. Nada de ello les dará legitimidad intelectual ante quienes profesan alergia a cualquier tonada que llegue bajo una envoltura sintetizada, por liviana que sea.

Se suele decir que los extremos se tocan. Y aunque las carreras del uno y de los otros estén unidas por la magnificencia de repertorios capaces de alumbrar decenas de gemas, aptas para el derrumbe de mitos y obcecaciones, nos seguirá resultando chocante cualquier interacción entre ambos. Hace tres años, los Pet Shop Boys se marcaron una estupenda versión del “Last To Die” de Bruce Springsteen, un tema originalmente incluido en su álbum Magic (Columbia, 2007). Neil Tennant y Chris Lowe la incluyeron en Electric (x2 Recordings, 2013), su mejor álbum en la última década.

Esto es lo que decía Tennant al respecto, en una entrevista para el digital www.phylly.com: La hermana de Chris es fan de Springsteen. Nos lo sugirió. Cuando la escuchamos, nos dimos cuenta de que su gran riff de guitarra se podía transformar en un gran riff de sintetizador. Y también nos gusta el punto de vista político que expone, claro. ¿Si nos gustaría hacer un álbum de versiones suyas o que él hiciera un álbum de versiones nuestras? Por supuesto, no tendríamos ningún problema.

Sin duda, toda una declaración de intenciones. Y una forma muy saludable de ver la vida.

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