El Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya ya ha llegado a su ecuador y a estas alturas, si no lo remedia el tramo final, parece inevitable que la edición que celebra los primeros 50 años de vida del certamen no vaya a pasar como una de las mejores. Tampoco como una de las peores, aunque los matices ya los veremos el próximo domingo.
Lo que sí está claro es que esta edición se está caracterizando más por debates extra-cinematográficos que por los propios que pueda generar el material que se exhibe aquí. A la polémica con la prensa que comentaba el lunes hay que sumarle la incierta situación socio-política que estamos viviendo en Catalunya. Los que estamos aquí en la burbuja del Festival no somos ajenos, queramos o no, a todo el ruido que está generando este problema, y de hecho escribo estas líneas a pocos minutos de que Carles Puigdemont realice su polémica intervención en el Parlament de Catalunya, que ahora mismo nadie sabe a dónde nos va a llevar a todos.
Me da la impresión que estos días se debate igual (o más) acerca de la independencia de Catalunya que de las películas del Festival. La cancelación de la visita de dos de los niños protagonistas de Stranger Things debido a esta inestabilidad ha sido la excusa perfecta para acabar de mezclar el certamen con el contexto político que estamos atravesando.
En este contexto ya me imagino que cuando los responsables de Sitges escogieron una película como Bushwick no se imaginaban que, llegado el día de su proyección el pasado domingo, su argumento tendría un inquietante paralelismo con los convulsos tiempos que se viven en Catalunya. Pero ahí está esta extraña coincidencia: la película relata un extraordinario brote de violencia callejera en el barrio de Nueva York que da nombre al film, con la gente tiroteándose y matándose por las calles; y, a media proyección, descubrimos que el origen de semejante desastre es el deseo de Texas de independizarse de Estados Unidos, siendo Nueva York el campo de batalla de los dos bandos.
Conexiones aparte, la película carece de rigor argumental (¿por qué la batalla campal es en Nueva York si es Texas la que quiere independizarse?) y tampoco destaca por su destreza narrativa pues es un simple videojuego en el que los protagonistas se limitan a ir pasando pantallas superando las adversidades de cada etapa. Aún con todo, es lo suficientemente entretenida como para perdonarle estas carencias.
La que no puede decirse precisamente que sea entretenida es A Ghost Story, que yo maliciosamente he querido rebautizar como Manchester by the Ghost, lo que puede dar una idea de la melancolía y la tristeza que impregna todo el producto. Es obvio que a Casey Affleck le van estos papeles de tipo mustio que farfulla palabras de manera casi ininteligible, y que parece que lleven el peso de la Vía Láctea sobre sus espaldas. Hasta paseándose debajo de una sábana se las arregla para parecer triste, lo cual bien mirado es más un mérito que otra cosa. La película languidece en planos interminables (el de Rooney Mara comiendo un pastel es hasta ofensivo) y silencios absurdos pero muy estéticos. Sin embargo, sus últimos quince minutos proponen una paradoja espacio-temporal tan maravillosa que obligan a re-evaluar el tedio producido hasta entonces. Como muy acertadamente planteó hace poco la crítica de cine Mónica Jordan, hay que entender que existen películas aburridas que son buenas. Esta es sin duda una de ellas.
Por último, cabe destacar de este meridiano del festival tres películas que han despertado pasiones encendidas. Una de ellas es Brawl in Cell Block 99, la nueva propuesta de S. Craig Zahler, un director que hace 2 años presentó en Sitges la muy extraña Bone Tomahawk. Cambio de registro total: del western con toques de terror pasa al género carcelario, por el cual transita recorriendo la mayoría de sus clichés, desde las celdas sucias hasta el alcaide psicópata o los presos macarras.
Pero ojo, porque Zahler se apoya en esos estereotipos sólo para hilvanar una extraordinaria deconstrucción de la honestidad humana personificada en el protagonista, un inolvidable Vince Vaughn, aquí en las antípodas de las comedias a las que nos tiene acostumbrados. Este retrato de la integridad y la rectitud moral es realmente el asunto que preocupa a Zahler, más allá de que camine apoyado en clichés. Una integridad que la película resuelve de manera trágica con una última media hora de un salvajismo brutal, a menudo insoportable, de lo más extremo que se ha visto este año en el festival. Es como si Zahler nos dijera que en este mundo de maldad no tiene mucho sentido ser justo, porque es una actitud que solo puede llevar a la autodestrucción.
Las otras dos películas que han gustado (y mucho) son ambas de nacionalidad sudcoreana. La primera es A Day, que empieza exactamente igual que Atrapado en el tiempo, aunque pronto desvela que su apuesta es bastante más ambiciosa: un padre se ve atrapado en un bucle temporal en el que revive una y otra vez la muerte en accidente de coche de su hija pequeña. Sin embargo, no todo es lo que parece, ni tampoco él es el único que está atrapado en el misma espiral.
A Day es una película magnífica, que supera su condición de pseudo-remake del (excelente también) film protagonizado por Bill Murray, gracias a una voluntariosa entrega por exprimir en clave de thriller las posibilidades que ofrece el bucle temporal. Como en casi todo el cine coreano, el ritmo y los tempos no están muy bien definidos, y hay bajones de interés y momentos melodramáticos de un subrayado que roza lo ridículo. Peccata minuta si tenemos en cuenta la inteligencia de su guion, las más que correctas interpretaciones, y una dirección que apuesta por mantener a toda costa el interés del espectador. Algo que consigue todo el rato.
La otra película que, de momento, es de lo mejor que he visto, es The Villainess. Si bien es cierto que no es una película demasiado original, puesto que la historia que cuenta es muy parecida a la que explicaba Luc Besson hace ya 27 años en Nikita, dura de matar, también es cierto que sería injusto encerrar en esa comparación a The Villainess a la vista de sus extraordinarios hallazgos.
Hallazgos que pasan especialmente por unas escenas de acción de una fantasía abrumadora, posiblemente las más contundentes desde The Raid. En este sentido, el arranque es ya una declaración de intenciones, un salvaje body count que es, a la vez, un homenaje explícito a Oldboy y a Hardcore Henry. El virtuosismo técnico de la película, ya en esa secuencia, queda perfectamente establecido cuando, en un momento de esta pelea narrada desde el punto de vista de la protagonista, un golpe que recibe en la cabeza contra un espejo es aprovechado para que la cámara abandone el cuerpo y la mirada de este personaje, salga de él, y nos explique el resto de la pelea desde un punto de vista ya clásicamente demiúrgico.
A partir de aquí, The Villainess se esfuerza en llenar la historia con un argumento ciertamente caótico, al cual se le va la mano en el segundo acto, que es directamente un melodrama. Pero no nos engañemos: si por algo esta película es grande, muy grande, es por sus alucinantes (y alucinadas) escenas de acción, que incluyen toda clase de peleas con toda clase de armas, una de ellas con espadas mientras los combatientes van montados en moto a toda pastilla por un túnel. Verla para creerla.
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