No entiendo a la gente que pega a los perros, ni a los que defienden que abusar de un animal puede resultar de algún tipo defendible de tradición cultural. No entiendo a los que les cuesta condenar a los políticos que roban a aquellos a los que ya no les importa que les vuelvan a robar. No entiendo el éxito de los programas de cocina, ni a los fans de Putin, ni al sofá de Tele 5, ese arrabal.
No entiendo a los palmeros de la monarquía, ni a los machistas simpáticos, ni a los amantes del cine quinqui, ni a los que creen que es igual Clinton que Trump. No entiendo a los aficionados a las corridas de toros que presumen, como hacen también los cazadores, de ser «los verdaderos amantes del animal», sin que sientan la urgencia de volverse rápidamente de espaldas, como aquel personaje de Kafka, a fin de quedarse a solas con su risa.
No entiendo a los incondicionales de Warhol o del pop-art. No entiendo el abstraccionismo tras el abstraccionismo americano, ni los que se extrañan de que Foucault se leyera mucho en Siria y en Irán. No entiendo a los que ríen con la escena de tortura de Reservoir Dogs, ni a los que piensan que los emigrantes vienen a robar.
No entiendo a la gente que ha visto La naranja mecánica más de una vez, ni a ese grupo de aficionados a mezclar a Bowie con Rafael para epatar. No entiendo a la gente que no entiende la trama (tan sencilla) de Twin Peaks. No entiendo el éxito masivo y millonario de las canciones sobre culos, ni el éxito de El Rubius, ni a la gente pagada de sí misma en la red, sin haber hecho nada interesante en la vida real, ni que se incluyan youtubers en las páginas de información cultural.
Siempre he intuido que todo comenzó cuando los diarios cambiaron el rótulo de «cultura» por «culturas», como si en lugar del lenguaje universal del arte y la novela se fueran a centrar en los informes de Malinowski en las Trobiand.
El término «cultura» no sólo es complejo, sino que más allá de sus problemas de vaguedad y ambigüedad, conduce a confusiones y comprensiones del mundo muy dispares. Entre el optimismo ilustrado por el potencial de la cultura ligada a la razón, hasta el actual relativismo cultural, la noción de «cultura» pasa diferentes vicisitudes y es objeto de distintas conceptualizaciones.
En efecto, en apenas tres siglos el complejo concepto de cultura adquiere significados muy diversos: como razón crítica/emancipadora de acuerdo con Kant, como señas identitarias de un pueblo (lengua, instituciones, etc.) al modo de Herder, o como objeto primero vertical y luego horizontal de la antropología cultural.
La ambigüedad del término da pronto pie a usos enfrentados: del ataque del nazismo a la razón, al afinadísimo análisis de la industria cultural por la Escuela de Frankfurt; de la consternación de Arendt, Glucksmann o Lévinas, a la nostalgia de Kundera. Del malestar de la cultura de Freud a la crítica de Bourdieu a la reproducción del capital cultural; de la decepción personal y profunda de Georg Steiner por la coexistencia en pleno siglo XX de la «alta cultura» con el horror más absoluto, al relativismo como bandera de la postmodernidad.
Creo que las confusiones actuales en torno a esa noción (inclusión de corridas de toros en las páginas de cultura, cansina insistencia en la redundante expresión «Cataluña: nación cultural» o la defensa del «Despacito» como… ¡cultura popular!, o, sobre todo el rótulo de «Culturas» –en lugar de la forma singular y universal) derivan, precisamente, de los enemigos sempiternos de la cultura: el miedo y la pereza.
Creo que cuando los periódicos cambiaron el rótulo de «cultura» por «culturas» para una sección orientada aún a la difusión de manifestaciones culturales de vocación universal (novelas, discos, pintura, danza, arte, literatura, etc.) se equivocaron para adentrarse, posiblemente para siempre, en un inquietante páramo de ambigüedades no siempre calculadas en el que, en buena lógica, deberían florecer Franz Boas, la talla de ese dios de madera que Rimbaud no tiró por la borda de su barca africana por si fuera «el de verdad», a la receta más antigua de la Edad del Hierro del Alto Ampurdán.
Rastreo «Babelia» encuadernados, cuadernos que hice con la sección cultural del Abc…, buceo en mis recuerdos de alemán jurídico entre matices de Bildung y Kultur. La primera tiene una perspectiva subjetiva (en la acepción no degradada ni relativista del término) que remite a la posibilidad formativa de aprender a partir de manifestaciones culturales (obras de arte, poesía, música, historia, etc.) vistas en perspectiva. La segunda (Kultur) refiere instituciones, lenguas, tradiciones, gastronomía, usos socio-económicos, etc., abriendo el uso etnológico o antropológico del término que alcanzó extraordinario éxito en el contexto post-colonial y luego neo-postmoderno en el que se encuentra nuestra atribulada existencia.
Cojo un ejemplar de la Constitución y leo (art. 44) que los poderes públicos deben garantizar el acceso a la cultura y me pregunto, ¿en qué consiste la cultura a la que todos tenemos derecho a acceder? ¿por qué se debe promocionar?
Instalado en la tribulación, comienzo por la universidad, pues la cultura ya es objeto de un estudio sistematizado (Teoría de la cultura, Filosofía de la cultura) sin que las conclusiones de ese campo de estudio, sin embargo, hayan llegado a traducirse, según lo veo, ni en políticas culturales reflexivas, ni en comportamientos comprometidos de los directores de museo, ni en la neo-emotivista conducta de los profesores hijos de las metodologías ANECA, ni en la frivolidad de esos críticos culturales armados de contra-pipas relativistas, flácidas y metafóricas, ni en esos otros periodistas (obsesionados con darle gravedad a la garganta) que escriben sobre frívolas subastas de arte, usan el oxímoron de la «filosofía empresarial» o hablan de la «cultura» del club de futbol más rancio de la liga más rancia del universo.
Creo que es el olvido de que la principal justificación del apoyo público a la cultura descansa aún en la idea ilustrada de cultura como emancipación y no en la descripción acrítica de una serie de tradiciones culturales lo que explica la escandalosa presencia entre las páginas de cultura de un hermoso animal convertido en morcilla sanguinolenta, para solaz de «los verdaderos amantes de los animales», una imagen análoga a aquella otra imagen reciente, profundamente inquietante, en el que un haz de blanco luminoso rodeaba a Cristiano Ronaldo de forma afín al aura resplandeciente de los calendarios de María Auxiliadora.
¿Emanciparse de qué? De los prejuicios contra el otro, de los estereotipos sobre el musulmán, de la ceguera sobre el daño que hace la corrupción, de los negacionistas del cambio climático, de la insensibilidad ante la creciente desigualdad social, del machismo, del racismo, del clasismo, de la futbolización de la política, de la canción del verano, de la música de mierda, del «vale todo» y de la «tabla rasa», de las películas de héroe roba-coches, de la xenofobia, de la patria y de las patrias, de los dogmas de la religión, del olvido de que en todos los casos, como señaló Camus, hay que estar con lo oprimidos, sin excepción.
Creo que se ha extendido la confusión entre «cultura de masas» y «cultura popular»: lo contrario a esa «alta cultura» que ahora todo el mundo vitupera (como si Mahler hubiera compuesto contra ellos) no es la cultura popular (la cultura que nace del pueblo, por decirlo así) sino la cultura de masas fabricada y diseñada por una industria dinámica y global. Creo que en YouTube cuesta igual acceder a un disco de Sarah Records o de John Coltrane que a uno de peleas o de un cantante OT, aunque los primeros apenas se ven: los primeros son populares, el último es industrial.
Creo que todas las culturas que nos han dejado registros o tradiciones orales hablan de las estrellas y de que su disposición provoca a la imaginación del hombre.
Creo que no cesan de aparecer, irresponsablemente, nuevos libros, sin que por ello avance en algún punto la cultura popular. Hay libros estupendos, y otros que hubieran necesitado contención. Magrinyà y Miravet coincidían hace poco en las páginas de Canibaal en que hoy resulta más fácil publicar que escribir: demoledor diagnóstico del estado actual de nuestra literatura. Creo, con Finkielkraut, que no es lo mismo un cómic que una novela de Nabokov, un tweet que un poema de César Vallejo, la melodía condensada y enlatada «Despacito» que un tema de los Byrds, los Kinks o los Stones.
Creo, con Steiner, que en las ciencias se puede encontrar una moral de la verdad, una poética del mañana, un sentido del porvenir que podrían ser los gérmenes de ciertos criterios de excelencia humana. Creo que el enemigo interior de la cultura es la apatía: el haragán ese sujeto cansinamente atareado.
Creo que nuestras sociedades serán para siempre multiculturales y todas sus escritoras y sus pintores, y sus músicos, y sus pensadoras, querrán estar en la misma página cultural.
Creo que me identifico con los burros, con la perspectiva de mi niñez, con aquellos que medrando mansamente dejaron atrás sus clases humildes para disfrutar a Proust, Musil, Bernhard o Sebald. Creo que las élites son hermosas cuando para ingresar influye el talento universal y no el patrimonio local y familiar.
Creo que la función de la universidad tiene que ver con la cultura y no con la racionalidad empresarial.
Creo que Farhadi, Kiarostami, Fela Kuti, Wei Wei, Kurosawa, Szymborska, Naomi Kawase, Herta Müller, Satyajit Ray, Machado de Assis o Mo yan hablan el lenguaje de una cultura universal.
Hermosos: Rückert-Lieder de Mahler, temas de Pixies y Velvet Undergroud
Malditas: versiones de «Despacito»
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