A Rubén Lardín (Barcelona, 1972) le han pasado cosas y, lo que es mejor, ha sabido narrarlas como si la certera observación de la vida estuviera por encima de todo lo demás. Su último libro La Hora Atómica (Ed. Fulgencio Pimentel), nos demuestra una vez más la capacidad de Lardín de tomar al lenguaje por los cuernos, sin molestarse en resquebrajar ciertos tópicos y en cuidar conscientemente, como a un bonsai, otros tantos. Quizá porque sabe bien que todo esto no es más que una broma divertida, un juego donde el talento y la picardía, están a la orden del día.
ALEJANDRO SERRANO: ¿Quién es Rubén Lardín? ¿Cómo escribe Rubén Lardín? ¿Por qué lo hace?
RUBÉN LARDÍN: Bueno, vamos fuertes. Ante esta batería de preguntas me sale irme corriendo, pero para empezar te diré que yo escribo muy poco porque tengo poco o nada que decir y que, cuando lo hago, es respondiendo a una euforia o a un miedo, y por ausentarme un rato. Para ello me busco la frecuencia, como un autista, y a partir de ahí me dejo llevar. Esa es la idea, al menos. Luego algunas personas amables me explican lo que ha pasado.
A.S.: ¿Qué te llevó a componer la recopilación de textos de La Hora Atómica?
R.L.: La hora atómica hace referencia al instante preciso y aislado de la escritura. El momento exacto de la revelación, si la hubiera. Y la razón del libro fueron algunas personas. Sergi Puertas, escritor y sin embargo amigo, me insistió mucho en recuperar ese material que a su parecer funcionaba de corrido, así que se lo mostré a un editor chiflado y bien parecido que me venía cortejando y nos inventamos este libro con aspecto de tarta pisoteada. Ahora el problema va a ser venderlo, de ahí esta entrevista: por favor, comprad el libro.
A.S.: Desde que empezaste a escribir en los medios hasta hoy, ¿cuánto ha cambiado el panorama? ¿Qué es ser periodista hoy? ¿Dónde queda el periodismo cultural? ¿Llegó a existir un periodismo cultural bien remunerado?
R.L.: Ha variado la velocidad, tanto de la producción como del consumo, y en su nombre ahora se rechaza cualquier atisbo de profundidad que antes, si lo pienso, tampoco tenía lugar. Yo estoy en esto por accidente y siempre he vivido de lo mismo: de milagro. Funcionar en precario te mantiene a salvo de los bandazos e incluso te permite algunos lujos, te sientes adinerado enseguida derrochando una mañana al sol. Pero sí, hubo un momento en que el periodismo estuvo remunerado con dignidad. El periodismo de mierda, ojo, nunca el cultural. El periodismo cultural nunca ha sido una materia real en este país, aquí lo cultural solo ha sido lo que sigue siendo, un adjetivo para el mamoneo institucional y una coartada para cierto postureo que tiene más que ver con la moda y las tendencias.
A.S.: ¿Qué prensa te inspira?
R.L.: La excéntrica. Hojeo publicaciones de aeronáutica de las que no entiendo ni la mitad y sueño con revistas enajenadas que jamás podrán existir. Prensa erótica en papel de estraza, sin fotos, con dibujos a tinta, cosas así.
A.S.: ¿Cuál es el grado de libertad de la crítica de cine en España?
R.L.: La crítica de cine en España es un asunto insignificante. Aquí ninguna crítica negativa puede tener consecuencias más allá del rasguño personal. Tal vez de ahí, y del hecho de que seamos cuatro, pueda inferirse cierta prudencia. Tiene sentido. Yo nunca me he sentido coartado pero me incomoda pensar en las injusticias que he podido cometer. Me abofetearía por ello.
A.S.: ¿Crees, como afirma Juan Soto Ivars, en Arden las redes, que la libertad de expresión se ha encontrado con una amenaza concreta y peligrosa en internet?
R.L.: Las redes no amenazan la libertad de expresión, son un ingenio mucho más perverso que hace de ella algo accesorio, prescindible. Y entiendo que ese es su cometido y su eficacia, que para eso están. Su tarea es la misma que la de la televisión pero mejorada como suprarrealidad. Ayer leía una historieta de Robert Crumb, de finales de los 60, en la que el dibujante imaginaba el porvenir: los coches serán elásticos, no hará frío ni calor, nadie trabajará y cosas así. En una viñeta decía que en el futuro estaríamos todos conectados electrónicamente a todo, todo el rato: a las ideas, a la información, a la cultura… ¡Seremos todos normales!, celebraba con sarcasmo el texto. Las redes son eso, the blob, un lugar de montoneros y vendedores, el triunfo eterno y reincidente de la mediocridad. O sea, que nada ha cambiado tanto como queremos creer.
A.S.: ¿No crees que hay cierta actitud paranoica a pensar que todo está corrupto? ¿Hay poco lugar hoy para el humanismo?
R.L.: Estas preguntas son muy difíciles. Roland Topor, por quien me vas a preguntar a continuación, decía que la realidad es una niebla tóxica que nos oculta la verdad. En realidad esto no lo decía Topor, es una parida que me acabo de inventar, pero bueno, no sé, tiendo a pensar que en directo todas las épocas se perciben como una mezcla de tedio, ruido, confusión y con suerte unos momentos alegres. Más tarde, con el destilado del tiempo, se decidirá que allí se dieron una serie de coincidencias felices o infaustas, según quien escriba la historia. El ser humano enseguida huele regular, eso es cierto, pero ahora mismo no sé decirte cuáles son las inercias que nos llevan y soy incapaz de identificar el zeitgeist aunque entiendo que es una palabra alemana, mal asunto.
A.S.: Afirmas que la mirada del artista Topor te ha acompañado siempre. ¿Qué has comprendido a través de ella?
R.L.: Todo lo que importa, o al menos todo aquello que nos resume: el júbilo, la paradoja, la parte blanda de todas las cosas, la fragilidad del yo, el sexo o, mejor todavía, los sexos, tan distintos, y la penita biológica que nos iguala. Muchas cosas, pero por encima de todas, aquello que hace tolerable la vida y lo único que nos emparenta a los dioses: la risa. Como reacción pero también como acción.
A.S.: ¿Qué películas y autores actuales te cautivan?
R.L.: Mi director favorito actual puede que sea Marco Ferreri. Murió hace veinte años pero ahora mismo es el autor más rabiosamente moderno que se me ocurre. La última película reciente que me cautivó creo que fue Bone Tomahawk. No, no, espera, Elle, la de Verhoeven. He convencido a mi editor para que publique en castellano la novela de Philippe Djian que adapta; te estoy dando una exclusiva que no sé si puede darse, pero es que no me aguanto, quiero el mérito. En los últimos tiempos también me he reconciliado con M. Night Shyamalan, un director que jamás me interesó hasta sus dos últimas películas; Múltiple (Split), en concreto, me pareció una cosa desaforada y simbolista muy disfrutable.
A.S.: ¿Crees que el cine español está muy pagado de sí mismo?
R.L.: No sé bien qué podría querer decir eso. Sigo a varios directores españoles: Carlos Vermut, Agustí Villaronga, Almodóvar, Nacho Vigalondo, aunque me apena un poco que ruede en inglés porque me chiflan sus matices. Seguro que hay más. También estoy muy atento a lo que hace la chavalada del low cost aunque lo llamen así, Pablo Hernando, por ejemplo. La verdad es que acabo mirando no mucho, pero suficiente cine español, y reconozco que a veces lo hago por el mero hecho de escuchar el castellano, que me parece una lengua espectáculo, un fiestón.
A.S.: Para terminar, ¿qué actitudes de la gente te inspiran y te hacen querer hacer cosas?
R.L.: La voluntad del humor, imprescindible, doy gracias todos los días a mis semejantes. Y la disidencia. La disidencia es lo que mejor comprendo, viste con todo y me parece una actitud muy sensata y honesta para sentarse a escribir. Aunque si miro alrededor la echo un poco en falta.
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