Los accidentes en la música siempre están rodeados de leyenda, polémica y, en algunos casos, grandes dosis de absurdidad.
Decía Ashley Montagu que la idea es morir joven lo más tarde posible. El antropólogo reinterpretaba así el clásico Vive rápido, muere joven y harás un bonito cadáver, atribuido a James Dean, como tantas cosas en esta vida, por inercia. El supuesto honor le corresponde, en realidad, a John Derek en Llamar a cualquier puerta (1949). En cualquier caso, a lo largo de la historia de la música moderna han sido muchos los que han intentado cumplir las tres premisas de Derek. No pocos han fracasado en la tercera, pero ¿qué importa al fin y al cabo? al menos han añadido una cuarta por iteración y sin querer: Vive rápido, muere joven y de una manera absurdamente sospechosa.
El primero siempre tiene que ser Robert Johnson. En todo. Influencia original de todo lo que moló en los 60 y 70, también fue uno de los pioneros del famoso Club de los 27 compuesto por músicos que murieron prematuramente. Rodeado de forma perpetua de un halo de misterio muchas veces insostenible, hay tantas teorías sobre su muerte como fusilamientos de sus canciones en la historia del rock. La más aceptada apunta a que Johnson, un womanizer de manual, murió tras 4 interminables días en los que sufrió las consecuencias de pelar la pava con la mujer equivocada: al parecer el marido de la susodicha deslizó algún tipo de raticida en la botella de güisqui del bluesman. El resto es leyenda. Más, si cabe.
El Club de los 27 cuenta con ilustres miembros accidentados. Ni la sobredosis de heroína de Janis Joplin, ni la combinación de 9 pastillas de Secobarbital y vino de Jimi Hendrix, ni el oficial paro cardíaco por disfunción respiratoria de Jim Morrison pueden ensombrecer la muerte de Brian Jones.
Jones, que había sido progresivamente retirado del primer plano en los Rolling Stones, detenido y humillado públicamente por sus aventuras de drogadicto feliz, e incluso había asistido a la deserción de su novia, Anita Pallenberg, a favor de Keith Richards, apareció muerto en su piscina la medianoche de un 3 de julio de 1969. El forense dictaminó “muerte accidental”, aunque posteriormente y en su lecho de muerte, Frank Thorogood, guardaespaldas que Jones alojaba en su casa (la del creador de Winnie The Pooh), reconoció haber sido él quién lo ahogó. Anna Wohlin, la novia sueca de turno que sacó el cuerpo de la piscina, lo corrobora. Su ataúd de bronce y plata, enviado desde Estados Unidos por Bob Dylan, fue enterrado a más de 3 metros y medio de profundidad para evitar exhumaciones no deseadas.
Pero Jones no fue el único músico que vio aguado su talento en condiciones sospechosas. La imagen de Jeff Buckley, vestido y adentrándose en el Wolf River a su paso por Memphis, ha dado siempre para el ejercicio de la leyenda; sin embargo, la conspiranoia se diluye rápido en la teoría del accidente, en tanto en cuanto no había drogas en su cuerpo y el único testigo, el amigo con el que Buckley había ido al río, declaró que un par de barcos pasaron por delante del cantante antes de desaparecer en el agua. Algo parecido le había ocurrido al héroe del rockabilly, Johnny Burnette 33 años antes, en 1964, mientras pescaba en el Clear Lake de California y una embarcación más grande le arrolló. Dennis Wilson, el único Beach Boy que sabía hacer surf, también murió en un accidente en el mar: en su caso, el golpe en la cabeza de un yate vino precedido de una alcoholización poco recomendable para la práctica del buceo.
Cuando eres cantante, algo tan aparentemente cotidiano como subirse a un avión, por ejemplo, puede no ser una gran idea; entre el 3 de julio de 1959, el día en el murió la música al estrellarse el avión de Buddy Holly, Richie Valens y The Big Bopper sobre un maizal de Iowa, y el 25 de agosto de 2001, en el que el aeroplano de Aaliyah hizo lo propio en las Bahamas, hay más de una decena de accidentes aéreos. Entre ellos, el de Otis Redding en el 67, el de Jim Croce en 1973, el que acabó con tres miembros de Lynyrd Skynyrd, a finales de los 70, o el de John Denver en 1997; tampoco el helicóptero es una alternativa fiable si tenemos en cuenta que el de Stevie Ray Vaughn acabó estrellándose en una pista de esquí artificial en 1990.
Las caídas desafortunadas también forman parte del menú. Nico murió en 1988 a consecuencia de una caída en bici en Ibiza, y Chet Baker y Donny Hathaway fallecieron tras precipitarse accidentalmente por las ventanas de sendos hoteles; aunque en el caso del trompetista, heroína y cocaína se aliaron con la gravedad en su habitación holandesa. Lo del cantante de soul, que ya había sido desalojado de algún hotel por cantar y rezar ante ventanas abiertas, es más turbio; el forense certificó el suicidio, pero el reverendo Jesse Jackson apuntaba que nadie se pone un abrigo, un sombrero y una bufanda para tirarse desde un decimoquinto piso.
Cuando la muerte llega así de esa manera, uno no se da ni cuenta. Les pasó a John Rostill (The Shadows), Keith Relf (The Yardbirds), y Les Harvey (Stone The Crows) , electrocutados por un par de guitarras y un micrófono, respectivamente, entre 1971 y 1976; lo de Harvey es más común de lo que podría parecer. Seguramente tampoco lo vio venir Terry Kath, miembro fundador de Chicago, que murió de un disparo mientras limpiaba su pistola tras tres días de alcohol, drogas e insomnio. Sin embargo, seguramente la palma se la lleva Steve Peregrin Took; hasta arriba de morfina, el cofundador de T-Rex junto a Marc Bolan sintió el deseo de comer cerezas, y el hueso de una de ellas se le atragantó provocándole la muerte por asfixia.
Sigue leyendo Pop& Death: #2 Suicidios y Pop&Death: #3 Asesinatos.
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