The Last Face, dirigida por Sean Penn, es de una torpeza inaudita y, lo que es peor, una distorsión peligrosa de los conflictos bélicos y el papel de las ONG dirigida al gran público.
La cita que abre The Last Face, donde se compara la guerra en Liberia y Sudán del Sur con la eterna disputa amor-odio entre hombres y mujeres, es la clave de la partitura que vamos a escuchar durante dos horas, sin dar crédito al aluvión de desatinos y distorsiones, que alejan a su director Sean Penn del objetivo pretendido de concienciar a sus espectadores y emocionarles con una historia de amor bajo las bombas. En su lugar, la mentira que transpira cada secuencia, cada discurso, consigue abundar en los tópicos difundidos por medios de comunicación y gobiernos. La escala pretendidamente humana con que se aborda la guerra en África y la función de las organizaciones médicas no gubernamentales es un microscopio de best seller romántico al que no le interesa el gran plano ni la geoestrategia, sino las pequeñas historias de amor y dolor, esas que como recortables pueden contextualizarse en cualquier época, en cualquier lugar.
The Last Face es una película que cuesta ver, no por la crudeza de sus imágenes sensacionalistas ni por el conflicto bélico en que se ubica, sino por la extrema condescendecia necesaria para aguantar 132′ de falta de sentido, y de vergüenza, también. Nunca en una película vimos tan risibles las interpretaciones de Charlize Theron, Javier Bardem, Adèle Exarchopoulos o Jean Reno (estos últimos parecen surgir de la nada para soltar sus frases y volver a desaparecer). Los diálogos trascendentales o íntimos han provocado las risas del público, apaciguando su indignación, que al final se ha expresado con abucheos. Un par de planos más “innovadores” tienen un nulo sentido del ridículo al remedar a Terrence Malick intentando aportar autoría a un sinsentido.
En la sección Un certain regard se proyectó Inversión (Behnam Behzadi), un film iraní que defiende la independencia profesional y personal de las mujeres. Niloofar, de 35 años, es una mujer soltera que regenta un taller de moda en Teherán y a la que su familia pretende destinar al cuidado de su madre enferma lejos de la ciudad y retirarla de la vida laboral. Su encuentro con un antiguo amigo abre la posibilidad del matrimonio, pero en realidad se trata de una propuesta interesada para se haga cargo del hijo del divorciado. Manipulada y anulada, Niloofar ve cómo toda la gente de su entorno emocional ignora su voluntad e independencia para que cumpla las necesidades de los demás. Hace medio siglo, la situación de las mujeres solteras en España no era tan diferente, cuando se destinaba una hija (casi siempre la menor) al cuidado de los padres, los sobrinos (En Cataluña, la tieta), como una especie de ama de llaves sin retribución. Y esa lucha por la empancipación de las mujeres solteras en el tema central de Inversión, un film muy correcto, con una interpretación destacada de Sahar Dowlatshahi (Niloofar), cuyas reacciones de incredulidad, rebeldía o sumisión surgen de la espontaneidad y la lucha interior entre la obligación y el deseo de independencia. Inversión ha sido galardonada con el premio a la mejor película de su sección, cuyo jurado presidido por la actriz suiza Marthe Keller ha contado con Ruben Ostlund o Diego Luna entre sus miembros.
Ya en sección oficial de nuevo, la penúltima película a concurso ha sido El cliente, del director iraní, nominado al Oscar al mejor guion por Nader y Simin, una separación, Asghar Farhadi. El cliente descansa sobre un perfecta escritura, que utiliza transversalmente la obra Muerte de un viajante, representada por la pareja protagonista en el teatro, para ilustrar el ataque que sufre la esposa recientemente instalada en un apartamento provisional, tras ser desalojados con urgencia de su casa. El agresor es un desconocido que el marido intenta descubrir basándose en las pistas que va reuniendo, a medida que la víctima y la pareja van sufriendo las consecuencias y el estrés post traumático de ese acto violento.
La venganza, la justicia, el honor familiar de víctima y verdugo son las cuestiones que Farhadi desgrana e ilustra en todas sus vertientes, como ya ha explorado en otros films. Dosificando la información con un ritmo muy adecuado, como es habitual en él, introduciendo las notas de humor con cuentagotas, en su sitio, lamentamos sin embargo, el evitable alargamiento de las escenas finales de resolución, que nos dejan un poco saturados de lo que pudo ser una película perfecta. Como venimos anotando en estas crónicas, parece que ser que los grandes directores no salen de la zona de confort, y eso exactamente es lo que hace Asghar Farhadi en El cliente.
La útima película a competición en sección oficial ha sido la esperada Elle, dirigida por el gran Paul Verhoeven, el hombre que marcó el cine del final de siglo pasado con Robocop, Desafío total o Instinto Básico. Su nueva película, protagonizada por la badass del cine francés Isabelle Huppert nos ha hecho disfrutar con una historia que rebosa madurez en el sentido más positivo, es decir, capacidad de relatar sin vericuetos, con un estilo directo que no deja sitio a la especulación, no tomándose demasiado en serio a sí misma. Con toques a lo Ozon o Chabrol, en un drama burgués, abriendo el espectro de las emociones humanas sin renunciar a la incorrección ni a la elegancia, lo que comienza como un thriller sexual se convierte en un planisferio de conductas diferentes, pero todas aceptables, mostradas sin juicios ni condescencia. Como diría Woody Allen: si la cosa funciona… y esa es la base de una película inteligente, moderna, basada en la adaptación de David Birke de la novela Oh… de Philippe Djian. Inicialmente a rodar en Estados Unidos, Verhoeven trasladó la acción a Francia para hallar una actriz capaz de transmitir lo que deseaba.
Huppert está espléndida, incluso podríamos tomarle un poco de cariño si flaqueamos; Michèle es CEO de su propia empresa de videojuegos y su vida está marcada por la facilidad de decisión, sentido práctico, juicio rápido, evaluando constantemente y seleccionando opciones como en un juego, garantizándose una personalidad centrada (aunque no lo parezca) ajena a todos los trastornos emocionales que sufren la mayoría de las personas. Michèle no es insensible sino que hace limonada, como diría Forrest Gump y delimita con exactitud qué debe afectarle y qué no puede modificar, en una demostración contínua de autoestima, que puede parecer egoísta cuando simplemente es asertividad.
Elle es tan potente como esperábamos, un festín de cine para cerrar un festival que, salvo fiascos sonados, ha mantenido un gran nivel, y mejor que hubiera sido, de haber trasvasado películas de unas secciones a otras, para volver a poner en primer plano lo más innovador y fresco del cine internacional actual.
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