Recién salida del horno la nueva versión de Los siete magníficos, el último remake con el que nos ha castigado este prolífico 2016, nos permitimos echar un vistazo a 1976 y a la frontera que marca el paso de todo un género desde una decadencia complaciente a la más fría irrelevancia.
El género de las películas del oeste americano, hasta entonces se hallaba instalado en el inconsciente colectivo del país que le dio vida, pues no en vano relataba el proceso de consolidación del mismo, estucado por una épica que a menudo caía en el lado de la autocomplacencia.
Hace 40 años que se firmaba una partida de defunción que iba fraguándose a lo largo de toda la década a través de una serie de epitafios que, en su momento, no sonaron como tales. Se siguieron haciendo esporadicámente westerns después de esa fecha, pero es evidente que la siguiente estación no pasaba por una reinvención, desde el momento en que aquellos que pudieron abanderarla, como Sam Peckinpah o Sergio Leone habían cambiado de registro o se debatían en torno a producciones a muy largo plazo.
The Shootist (El último pistolero, 1976) supone el canto del cisne de John Wayne, máximo representante del western clásico, y tiene una cualidad testamentaria que alcanza al mismo tiempo al actor y a su personaje. Servida a través de los últimos días de un gunfighter de la vieja escuela, que llega a saldar las cuentas que le faltan a la ciudad donde arrancó su fama, contiene todos los ingredientes propios de una despedida, incluida una introducción que es de por sí homenaje, a través del cual desfilan a modo de figurada biografía del protagonista algunos cortes de clásicos como Río Rojo (1948), Río Bravo (1959) o El Dorado (1967).
Este proceso de construcción de la leyenda choca brutalmente con el primer plano secuencia del anciano al que vemos llegar lentamente a caballo a la ciudad de 1901, que lo admite únicamente como reliquia. Diez años de lucha contra el cáncer que realmente lo está matando se reflejan en el semblante demacrado de un Wayne que funciona con el ralentí del agotamiento.
The shootist no llega a ser memorable, tiene vacíos y se hace más larga que su hora y cuarenta minutos. La realización es anodina, casi telefílmica, y alguien tan competente como Don Siegel parece incómodo con el material en suerte. Sin embargo, Wayne acaba siendo un pegamento que lo argamasa todo, más si a su lado van apareciendo en breves chispazos una serie de luminarias reconocibles que han venido a arroparle en el esfuerzo: el camarada James Stewart, los eficientes villanos secundarios que componen Richard Boone o Hugh O’Brian, el fordiano John Carradine, sin olvidar al especialista Elmer Bernstein (autor de la partitura original de Los siete magníficos). Toda la historia se planifica para converger en el duelo climático en el saloon, diez minutos modélicamente filmados donde la emoción desborda como no puede ser de otra forma cuando se asiste al fin de una era.
Tenemos por otro lado a Clint Eastwood, reverso del espejo de Wayne y abanderado de la evolución bastarda del género que vino desde Europa a través de las primeras incursiones en el mismo por parte de Sergio Leone. Eastwood aún no había encontrado el tino necesario para alejarse de las maneras de su maestro, cuando se ve empujado a sustituir a Philip Kauffman a los mandos de The Outlaw Josey Wales (Clint Eastwood, 1976).
Este road-western funciona mejor que The Shootist, gracias a un guión que mima al personaje del pistolero por venganza, traicionado por algunos de sus viejos camaradas y perseguido por una nube de cazarrecompensas, quien va atrayendo una troupe pintoresca de perdedores buscavidas que al escogerlo como gurú, terminan por humanizarlo y alejarlo del arquetipo.
El fuera de la ley muestra las primeras pinceladas del autor que, hoy en día, es considerado como el último clásico, pero, con todo, Eastwood solo volverá dos veces más al oeste y en ambos casos para firmar obras sobresalientes.
Un realizador tan fiable como Robert Altman convierte Buffalo Bill and the Indians en una suerte de trabajo semidocumental, en el que gente bien intencionada como Paul Newman o Burt Lancaster se ven sometidos a una historia que más bien parece un corsé. The Missouri Breaks (Arthur Penn, 1976) es un ejercicio de desmitificación continua que hace antipáticos a casi todos los personajes que desfilan por él, arriesgándolo todo a la posibilidad de conjugar a dos actores no particularmente afines al western, como Marlon Brando y Jack Nicholson. Esta mezcla de elementos brillantes no puede cuajar en un ejercicio tan crepuscular, pero funciona perfectamente como reflejo de su época.
En Europa, el subgénero del spaghetti-western sobrevive a trancas y barrancas, sustituyendo el feísmo hiperrealista de sus propuestas más convencionales por la comedia gruesa de la exitosa serie Trinidad, lo cual termina desvirtuando poco a poco las escasas posibilidades de una industria que creó la friolera de 500 títulos en apenas 15 años de existencia.
Keoma (Enzo G. Castellari, 1976) es quizás el último intento serio de mantener la respiración asistida a un sistema de producción a machamartillo, que dio trabajo y notoriedad a muchos profesionales de perfil bajo que, posteriormente, saltarían al giallo, o al cine S. Lo que viene después es ínfimo, e incluso cambia de escenario (llega la edad de oro del western “rumano”)
Desde entonces a nuestros días, han surgido intentos de resucitar al difunto. En algunos casos (normalmente a las órdenes de Eastwood) han devenido clásicos instantáneos que han llevado incluso a hablar de revival del género. Pero han abundado más los intentos loables (Costner) o los hommages-refrito (Tarantino), sin olvidar auténticos productos mala sombra, que ni siquiera han asumido su capacidad de burlarse de sí mismos.
Pero fue hace 40 años, cuando toda una narrativa sobre la difícil adolescencia de un país en construcción se echaba lentamente a un lado, empujada por tramas políticas, aires postvietnamitas, justicieros solitarios sumergidos en universos distópicos cuando no directamente macarras, o aventuras interestelares a manos de George Lucas, que en el mismo 1976 decidió filmar por su cuenta un western con espadas láser, ambientado en una galaxia ubicada muy lejos de Monument Valley.
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