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Reivindiquemos el silencio, no hay nada más revolucionario ahora mismo

En Música 14 junio, 2017

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Hay gente que dice más por aquello que calla que por lo que habla. En estos tiempos de saturación informativa, de opiniones vertidas al por mayor -sin que nadie las solicite- en las redes sociales sobre cualquier cuestión, conviene reivindicar el silencio. Desde aquí lo hacemos, sin reservas. El silencio como paréntesis, como instante de quietud en medio del griterío reinante. El silencio como más que recomendable opción, cuando no se tiene nada realmente importante que decir. Ojalá hubiera más gente aplicándoselo. Ojalá hubiera más músicos cumpliendo con esa máxima a rajatabla, editando solo aquello que consideran que puede aportar algún valor añadido a nuestra hiperpoblada oferta, rebosante de estímulos (más allá de su propia satisfacción personal, tan respetable como cualquier otra).

Para jugar con el silencio y hacer de él un arte, también hay que valer. No todo el mundo lo consigue. No todos estan capacitados para domarlo con inteligencia. Hay algunos silencios que matan: esos recesos, entre canción y canción sobre cualquier escenario, que cortan el ritmo y la intensidad que tan disfrutables e inherentes son a algunos discursos en los surcos de sus discos. Pero otros son muy beneficiosos. Algunos silencios, como paréntesis entre dos discos, demuestran una sana gestión del esfuerzo. Una inteligente forma de dosificar empeños, que a la larga redunda en que las expectativas del público sean mayores que en el caso de que uno se dedique a dar salida a todo aquello que le ronda por la cabeza, a veces sin filtro cualitativo. ¿Es posible que un seguidor de Robert Pollard (Guided By Voices) o de Stephin Merritt (The Magnetic Fields) mantenga fresco y en perfecto estado de revista su atenciómetro? Quién sabe.

El silencio es aún más relevante cuando la propuesta musical responde a la parsimonia. Cuando cada golpe de baqueta, cada acorde de guitarra y cada inflexión vocal parecen perfectamente medidas para ir haciendo que la emoción vaya permeando cual gota malaya, buscando el impacto sensorial en el sigilo sostenido y en las implosiones graduales de sonido, más que en la combustión acelerada de cualquier estribillo resultón. Cuando hablamos de intimismo aplicado a la música pop y rock, es lógico que la palabra silencio salga a flote.

Hay auténticos maestros en el arte de dosificar su cuota de silencios. Ya no solo por lo que dicen entre canción y canción (que suele ser poco, y a veces se agradece), sino por la forma en que miden esos segundos en los que parece no pasar nada -entre canciones, entre una estrofa y un desarrollo instrumental, o entre que toman aire y lo devuelven en forma de palabras cantadas o recitadas con pulso emocionante- , pero que tan importantes se revelan cuando uno atiende con calma, sin las dichosas urgencias diarias, a cada nueva colección de canciones que nos regalan. Hay incluso quienes hacen que esos largos segundos de silencio que preceden a algún corte oculto al final de la duración de sus álbumes tenga sentido: miren lo que hacen a menudo Yo La Tengo.

Uno de ellos es, precisamente, un tipo al que es casi mejor agradecer que no abra la boca cuando está sobre un escenario afinando su guitarra: Mark Kozelek. Lo nuevo de Sun Kil Moon (Common As Light and Love Are Red Valleys of Blood, Caldo Verde, 2017), el proyecto al que dio forma tras dar carpetazo a los sublimes Red House Painters, vuelve a activar la gran paradoja: cualquier anécdota personal, por insignificante que parezca, puede convertirse en objeto de una de sus canciones, pero esa incontinencia temática no se traduce nunca en grandilocuencia expresiva en sus discos, tan parcos, detallistas y austeros, tan sagazmente equilibrados en su economía de medios, que cuesta pensar que haya algo en ellos de superfluo.

Poco más o menos lo mismo cabe decir de Peter Silberman, el capo de The Antlers, otro de esos músicos en cuyas reseñas no es de extrañar que también emerja la palabra silencio. Su Impermanence (ANTI/PIAS, 2017), el primer álbum que edita a su nombre, es toda una brillante muestra.

Tres cuartos de lo mismo ocurre con Mount Eerie, el proyecto de Phil Elverum, quien en A Crow Looked At Me (Elverum & Sun, 2017), álbum con un título ya de por sí indicativo de su mal agüero, lidia con el doloroso recuerdo del fallecimiento de su mujer, con tan solo 35 años, y con un retoño prácticamente recién nacido. Ante tamaño papelón, la gestión de los silencios, de las pausas y de los recesos, se hace aún más necesaria. Y eso que sus canciones, lejos de hurgar en la herida y caer en la autoconmiseración- algo que hubiera sido lo más lógico y comprensible- , intentan abordar la cuestión con naturalidad y sin la menor de las estridencias.

La última banda que nos ha seducido por su forma de situarse en el extremo opuesto al estruendo, en las antípodas de esta esquizofrenia constante en la que vivimos inmersos, son Cigarettes After Sex, joven cuarteto texano -establecido en Brooklyn– que debuta con un preciso y precioso álbum homónimo (Cigarettes After Sex; Partisan/PIAS, 2017). En su música, de la que se quiere pensar ya que es tan evanescente y sutil como algunos de los mejores momentos de Mazzy Star, Cocteau Twins o los propios Red House Painters (otra vez), es tan importante lo que ellos mismos cuentan como el espacio en blanco que dejan entre cada una de sus palabras. Tan esencial la letra como lo que se puede leer entre líneas. Son nuevos aspirantes, en esencia, a integrar ese club de hábiles gestores de silencios, al que tanto se agradece volver a recurrir de vez en cuando.

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