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La Reina murió hace tres décadas, pero dejó una herencia incalculable

En Música 16 junio, 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

El 16 de junio de 2016 se cumplen treinta años de la salida al mercado de The Queen Is Dead, la obra maestra de The Smiths y uno de los mejores álbumes pop de todos los tiempos.

Resuena el eco de un coro de gente cantando el popular “Take Me Back To Dear Old Blighty”, con la actriz Cicely Courtneidge emulando a quienes trataban de animar a los soldados británicos que combatían en la Primera Guerra Mundial. Luego llega el redoble de batería (bien podrían haber sido tambores) y la arrebatada cantinela de Morrissey a cuenta de la familia real, enfilando deslenguado y sin frenos una pronunciada pendiente abajo, y hay que tener un tapón de cera en los oídos y la piel más gruesa que la de un reptil para no darse cuenta de que lo que se avecina es una obra maestra del pop. El talentoso toma prestado, pero el genio roba, sentenció una vez Oscar Wilde. Y esa máxima se la aplicó con descaro Morrissey cuando la grabó en la galleta de vinilo del single “Bigmouth Strikes Again”.

Él y Johnny Marr conformaban un patchwork sonoro y lírico hecho de retazos hurtados al pasado, pero demostraban que el verdadero genio reside en la forma en la que esas pruebas de latrocinio se amoldan a una personalidad genuina para dar con una obra nueva y reconocible, más que en la mayor o menor trazabilidad de sus componentes. Hubert Selby Jr, The Rolling Stones, el free cinema británico, James Dean, The New York Dolls, Sandie Shaw, la evocación de la Inglaterra victoriana o Alain Delon, protagonista visual de la cubierta de aquel disco, se citaban en un articulado de referencias musicales, cinéfilas y estéticas que cobró forma de imaginario artístico, trazando un puente entre los años 60 y 80 que, en esencia, era una plataforma a la posteridad.

Margaret Thatcher desactivaba la larga y masiva huelga de la minería, la tasa de desempleo en el Reino Unido llegaba a los tres millones y medio de personas en edad de trabajar y el príncipe Andrés se casaba con Sarah Ferguson, lo más opuesto al glamour encarnado por Lady Di. Era 1986, y el viejo imperio británico no deparaba precisamente su mejor cara. Hasta Diego Armando Maradona les echaba del mundial de fútbol con un arranque de genialidad y una pillería. Y The Smiths se aprestaban a titular su tercer álbum como Margaret on the Guillotine, un eslogan que desecharon a instancias de su discográfica, Rough Trade, para ser recuperado por Morrissey un par de años más tarde en una de las canciones de Viva Hate (1988), su debut en solitario.

Entre frecuentes idas y venidas de su bajista Andy Rourke, porque la heroína le tenía secuestrado, crecientes ingestas de alcohol por parte de un atribulado Johnny Marr y tensiones irresolubles con Geoff Travis, capo de su sello, The Smiths dieron con su obra definitiva, el punto de encuentro decisivo entre cierta idea del pop independiente -en todos los sentidos- y una saludable viabilidad comercial. Mucho tiempo antes de que el indie se convirtiera en una excusa para vender ocio al por mayor, con coartada artística.

Hay trabajos suyos más entrañables en su forma de modular una inclinación pop cándida que reformula viejas lecturas (The Smiths, 1984), colecciones de canciones dotadas de una panorámica más exultante y versátil (Hatful of Hollow, 1984), pero ninguno de sus trabajos esgrime la madurez, certera en fondo y forma, de ese monumento sonoro prácticamente perfecto que es The Queen Is Dead (1986).

En él se citan la rabia legada del punk (“The Queen Is Dead”, “Bigmouth Strikes Again”), el vodevil (“Frankly Mr Shankly”), el jangle pop de cinco estrellas (“The Boy With The Thorn In His Side”), el rockabillly (“Vicar In a Tutu”), la reivindicación del préstamo como fuente de talento literario en una viñeta de pop pluscuamperfecto (“Cemetery Gates”), la conmiseración elevada a la categoría de arte (“Never Had No One Ever”) o el romanticismo fatalista en versión tan exacerbada como bella (“There Is A Light That Never Goes Out”).

Treinta años han pasado: parece una barbaridad. Desde el 16 de junio de 1986. Tan solo diez años después de su edición, la revista francesa Les Inrockuptibles editó un álbum de tributo con una versión de cada uno de sus diez temas a cargo de una selección de bandas que acusaba la impronta del floreciente -aunque ya enfilando la pendiente descendiente- brit pop, pero también la huella de veteranos inmarcesibles como Billy Bragg y artesanos tan solventes como The Divine Comedy o The High Llamas. Jóvenes emergentes y músicos con galones.

Al fin y al cabo, The Queen Is Dead, considerado nada menos que el mejor álbum de la historia por el New Musical Express en 2013, fue también una de las principales fuentes de la que han bebido bandas como The Sundays, The Drums, Echobelly, The Cribs, The Trash Can Sinatras, Belle & Sebastian, Trembling Blue Stars, Gene, The Lucksmiths, Suede, Another Sunny Day, The Ordinary Boys o Northern Portrait, por no mencionar los guiños que Josh Rouse, Bart Davenport, Ryan Adams, Billy Bragg, The Decemberists, Magnetic Fields, Doves, The House of Love, The Pains of Being Pure At Heart, The The, British Sea Power, Piano Magic, Interpol, La Habitación Roja, Mikel Erentxun, Deluxe, Sr. Chinarro, Deneuve y tantos otros han facturado en honor de la banda de Manchester en algún punto de su carrera.

Envíame tu almohada, aquella sobre la que sueñas, cantaba Morrissey en los compases finales del último tema del álbum, “Some Girls Are Bigger Than Others”, justo antes de una de esas codas finales tan típicas de la guitarra de Johnny Marr y minutos después de uno de los inicios de canción más desconcertantes que uno recuerda (con el volumen desvaneciéndose en un extraño fade out para volver a emerger unos segundos después, en un efecto tan infrecuente que algunos, en nuestra ignorancia adolescente, lo atribuíamos a un defecto de fabricación de nuestra copia). Era el evocador corolario a diez canciones hechas para perdurar.

Aquella almohada sobre la que muchos soñaron durante años era la música de The Smiths, sublimada en un disco que aún nos recuerda por qué hubo un tiempo en el que declararse fan suyo encarnaba algo más que una pizca de buen gusto a la hora de dotarse de un resultón acompañamiento musical: era toda una opción estética y vital. Por muy ridículo que todo esto suene en la era del streaming. Parafraseando a Bill Shankley, otro ilustre norteño, ni siquiera era una cuestión de vida o muerte, sino algo mucho más importante.

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