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Paseos al límite #15: Fronteras malva de agua y hierro

En Lifestyle 28 junio, 2015

Juanma Játiva

Juanma Játiva

PERFIL

Los límites de la tercera capital de España son a veces una mera raya en el plano. Pero sus fronteras son de agua y hierro. Bien se ve en su vértice Noreste, con las vías a Castellón separando la Malva-rosa de Alboraia y la Huerta, mientras la acequia de Vera desagua en el mar. De la acequia toma nombre una iglesia que fue testigo de luchas obreras en los 70.

Definitivamente, las fronteras de Valencia son de agua y hierro, sean cuales sean sus límites. Lo dicen las vías férreas que vienen y van a Castellón antes y después de en el Cabanyal, y que dejan a un lado la huerta y parte del término municipal de Alboraia. Un puente levadizo pintarrajeado a conciencia comunica peatonalmente ambos costados. Es como una rosa de los vientos desde la que se ve en lo alto, en la medida que lo permite la tupida red antinsuicidios que la corona, las dos realidades al Este y al Oeste, tanto como los trenes que comunican el Norte y Sur español por el litoral.

Mirando al mar desde esa atalaya es inevitable fijarse en un moderno resto de burbuja arqueológica inmobiliaria como el edificio Cormorán, vacío pero desafiante con su coraza de espejos hacia la luz del sol, junto a la modesta, apacible e incombustible Iglesia de la Inmaculada de Vera. Ambos representan los hitos fronterizos de dos municipios. El uno, avejentado y orgulloso barrio popular con ganas de que le hagan caso y le construyan los jardines o colegios nuevos que les anunciaron años ha. El otro, nuevecito, creciendo y volcado hacia la playa mientras trata de adquirir una identidad y pelea contra el salitre de unas fachadas demasiado expuestas a la brisa marina.

Pasarela sobre las vías del tren a Castellón en la Malva-rosa. Foto: Juanjo Hernández

Pasarela sobre las vías del tren a Castellón en la Malva-rosa. Foto: Juanjo Hernández

En la iglesia se leen historias obreras del franquismo y la Transición.  Es la parroquia de Pepe Vila, cura fundador de la Juventud Obrera Cristiana, que murió el año pasado. Era el capellán de los astilleros, cuyos trabajadores celebraban asambleas en el interior de la iglesia, protegidos de la carga policial. Allí, lejos del mundanal ruido, se constituyó también la Federación del Metal de CCOO. Fue en 1977.

Un año después, se celebraba el 50 aniversario de la muerte de Vicente Blasco Ibáñez. La casa burguesa ajardinada que el ilustre escritor se había hecho construir a principios del siglo XX estaba por entonces muy deterioriada, ocupada por familias sin recursos. Ni resto de las cariátides que había situado al frente de su galería pompeyana mirando al mar, ni de la mesa de mármol que la presidía. Veinte años más tarde, en junio de 1997, se inauguró la reconstrucción y rehabilitación de la casa, convertida actualmente en modesto museo, en el que se pueden seguir en imágenes y textos algunas de las peripecias vitales de este personaje formidable que conquistó Hollywood.

Entre este chalet literario ubicado en segunda línea de playa y la Iglesia se encontraba la finca del segundo habitante más ilustre del barrio, de hecho el que dio nombre a La Malva-rosa con el cultivo a gran escala de esta flor tan aromática (pelargonium capitatum), de la cual obtuvo esencias y aceites esenciales que propagó por Europa. Jean Felix Robillard está enterrado en el cementerio de El Cabanyal, pero fue en su día jardinero jefe tanto de los Campos Elíseos como del Jardín Botánico de Valencia.

Si se da la vuelta a esta manzana se pueden ver también restos de arquitectura reciente igual o más interesante, como son las viviendas cooperativas populares que concibió Alberto Sanchis, arquitecto recientemenet fallecido al que se le tributó hace poco más de una semana un homenaje en el MUVIM.  Son viviendas que, ubicadas al comienzo de la calle San Rafael, marcan diferencias con el resto. Con referencias tanto al Movimiento Moderno en lo funcional como a la Tendenza italiana en lo estético, le daban la vuelta a los espacios interiores en los años 70 y -apunta Juanjo Hernández en el paseo- encajaban módulos y piezas como si fueran un Tetris.

Pasarela sobre las vías del tren a Castellón en la Malva-rosa. Foto: Juanjo Hernández

Pasarela sobre las vías del tren a Castellón en la Malva-rosa. Foto: Juanjo Hernández

Cerca, un poco más al interior, se ven solares edificables abandonados desde hace años. Observamos con interés las alquerías y huertos urbanos adyacentes, bien protegidos por una muralla vegetal de la Senda de la Capelleta. Una vecina, que adquirió casa junto a un parque que nunca se hizo, se acerca y nos dice sin tapujos: «Eso es una mierda». Los vecinos quieren que se haga de una vez algo con todo eso que revitalice el barrio. De momento, un grandioso ficus resiste el paso del tiempo junto a una de las casas de campo aisladas que no son, visto lo visto y hoy por hoy, otra cosa que accidentes y frutos urbanísticos del abandono.

Redirigimos nuestro recorrido hacia la playa, por la calle Vicent La Roda, por donde algunas vecinas toman también su camino hacia la orilla con los pertrechos pertinentes para el chapuzón y los castillos en la arena. Contemplamos en la misma segunda línea de la casa de Blasco chalets variopintos y pintorescos, algunos con fachadas de trencadís definitivamente kitsch, y otros con una voluntad de estilo digna de encomio. Nuestros pasos concluyen en el puente sobre la desembocadura de la acequia de Vera, la reina de todo este límite oriental de la ciudad. A un lado, la pujante playa de la Patacona. Al otro, La Malva-rosa. Antes playa de Levante, hasta que llegó Robillard y bautizó el barrio con sus aromas.

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