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Nostalgia de lo no vivido

En Música 6 agosto, 2015

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Músicos como Jamie xx, los adalides del pop hipnagógico o los revivalistas del shoegaze han puesto de moda un término que antes de los años 90 era pura utopía.

Durante los años 80, esa década que tanto ha marcado la agenda del pop y del rock contemporáneos en los últimos tiempos con sus continuas idas y venidas para rebuscar en su fondo de armario, era imposible que la añoranza por un pasado no vivido de primera mano pudiera aflorar. El rock and roll y sus múltiples afluentes gozaban entonces de algo menos de 30 años como género plenamente establecido. Sus principales estilos, aquellos que lo dotaron de cromatismo en una incontinente y frenética sucesión de modas, tendencias y cotas de innovación a lo largo de la década prodigiosa de los 60, que generaban un sana competencia por ver quién llevaba los hallazgos del estudio hasta sus últimas consecuencias (Bob Dylan, The Byrds, The Beatles, The Beach Boys, The Rolling Stones), apenas habían cumplido 20 años.

Cualquiera que recuperase la psicodelia, el garage rock o el jangle pop de aquella era, ya en plenos años 80, seguramente lo hacía influido por unos sonidos que le habían marcado en su infancia y adolescencia, y de los que se había empapado de primera mano. Es perfectamente lógico pensar que Andy Partridge (XTC), Michael Stipe (R.E.M.) o Peter Zaremba (The Fleshtones), por ejemplo, pasaran casi todos sus años formativos escuchando por la radio cómo sus ídolos crecían artísticamente con cada nuevo disco, lógicamente imbricados en la secuencia creativa del tiempo que les tocó vivir. En tiempo real. Incluso Bruce Springsteen, algo mayor que todos ellos, reconocía haber alucinando de crío ante la televisión mientras Elvis Presley desplegaba sus dotes de rey del rock. Y ese fue el impulso que le incitó a dedicarse a ser quien es hoy en día.

Aquel ciclo, tan lógico como la vida misma, comenzó a mostrar brotes de asincronía a partir de los años 90. A medida que avanzaban las décadas comenzaban también a surgir nuevas hornadas de músicos cuyo marco de referencias ya no venía impuesto por lo que habían escuchado de primera mano en su más tierna adolescencia e incluso en su infancia, sino directamente por la colección de discos de sus padres o de sus tíos. El tiempo real ya no importaba, porque de momento es imposible viajar en el tiempo, y un joven de 20 años no puede ahora retrotraerse a los primeros conciertos de My Bloody Valentine, New Order o Talk Talk. Es materialmente imposible, al menos de momento.

Conforme el pop fue cumpliendo décadas y convirtiéndose en un género añejo que desmentía ese talante de sarpullido juvenil que muchos aún le quieren conferir, el manojo de influencias de cada nueva generación mostraba un sesgo más imitativo. Como si la asunción de esos nutrientes a través del filtro de lo no vivido derivase en aplicadas recreaciones, más que en actualizadas puestas al día de los estilos rescatados. Y el acceso indiscriminado a toda la producción musical del globo mediante un solo clic no ha hecho más que acelerar el proceso. Bandas en Australia que remiten a lo que se hacía en Nueva Jersey hace 30 años, músicos chilenos que imitan sin complejos el pop de nuestra Movida o británicos que parecen de Brooklyn. Quizá eso también ayude a explicar cómo es posible que las bandas actuales suenen tan escrupulosamente pulcras en su recuperación de estilos pretéritos, pero a la vez tan carentes de alma. Y disculpen la generalización, porque ya sabemos que de todo hay.

El caso es que uno escucha el fabuloso álbum de debut (al margen de su también estupendo trabajo remozando el I’m New Here de Gil Scott-Heron en 2011) de Jamie xx (nacido en 1988), y se admira ante su deslumbrante forma de destilar una añoranza por un pasado que, obviamente, no pudo haber vivido. Arquitecto en la sombra como responsable del sonido de The xx, una de las bandas más cotizadas dentro de esa nueva sensibilidad digital que apela al pasado (The Cure, Everything But The Girl, Young Marble Giants) sin emborronar una propia peculiaridad que se escribe en rabioso presente, el londinense evoca en In Colour (Young Turks, 2015) la era dorada del house, los destellos del synth pop más elegante e incluso esa reformulación del R&B moderno que convierte su almíbar en acíbar, dotándolo de una nueva corporeidad. Una indefinible morriña de décadas pasadas que se nos aparece ahora como un nuevo brote, de lo más excitante.

Otro tanto ocurre con la legión de músicos que se adscriben durante el último lustro al llamado pop hipnagógico, esa suerte de género cuyo discurso teóricamente nace entre los estados del sueño y la vigilia: una especie de limbo mental que justifica que un puñado de mentes creativas filtre todo lo que absorbieron durante su infancia a lo largo de los años 80, aunque en aquella década-dada su tierna edad-apenas tuvieran conciencia de ello. Más que de una nostalgia de lo no vivido, quizá en su caso cabría hablar de añoranza por aquello que se ha mamado pero no ha sido realmente asimilado, como el feto que echa en falta el líquido amniótico en el que vivió tras su gestación pero sería-lógicamente-incapaz de razonarlo o verbalizarlo.

Hay en todos sus temarios canciones extraordinarias, generalmente diseminadas en álbumes excesivos, inabarcables e irremediablemente destinados a la irregularidad. Proyectos como los de Ariel Pink, Memory Tapes, Part Time o John Maus. Incluso los de propuestas orientadas a un pop formalmente más clásico, como Mac DeMarco, Connan Mockasin o Jimmy Whispers. Este último ni siquiera había oído hablar de Adam Green cuando le entrevistamos, un dato ya de por sí bastante significativo acerca de hasta dónde se remontan sus referentes.

Lo mismo podríamos decir de Kitty, Daisy & Lewis. De Imelda May. De cualquiera de esas bandas de jovenzuelos que se dedique a recrear los sonidos del rock and roll de los años 40 o 50, en sus acepciones más tradicionales. Aunque son, sin duda, aquellos que rebuscan-con mayor o menor brillantez-en el arcón de las delicias shoegaze o dream pop de hace más de dos décadas quienes suelen  justificar con mayor frecuencia el recurso a la añoranza por lo no vivido a la hora de calificarles. Los asombrosos Ashrae Fax, por ejemplo, representan desde Carolina del Norte la mejor forma de escuchar a los Cocteau Twins en pleno 2015, sin tener que desempolvar los viejos discos de Liz Fraser y compañía. Y lo cierto es que deslumbran. Quizá porque la nostalgia tampoco necesita ser ya lo que era.

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