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Moonlight, los cuatrocientos golpes

En Cine y Series 9 febrero, 2017

Xavi Sánchez Pons

Xavi Sánchez Pons

PERFIL

Parecía difícil, pero Barry Jenkins lo ha logrado. Sí, Moonlight consigue dar una nueva vuelta de tuerca a las películas que muestran el día a día y la dura existencia en los guetos afroamericanos de los Estados Unidos. Algo que no veíamos, con ese descaro, frescura e ideas interesantes (sobre todo en su formulación visual), desde títulos señeros del subgénero como las piedras de toque que fueron en su momento Los chicos del barrio y Fresh.

La cinta de Jenkins, basada en una obra de teatro de Tarell Alvin McCrane, sigue a un mismo personaje durante diferentes fases de su vida, como si se tratara de un Antoine Doinel negro. Como el niño, adolescente y adulto al que puso cara Jean-Pierre Léaud, Chiron, protagonista de Moonlight, irá aprendiendo a base de desengaños y golpes; encapsulado en un barrio problemático de Miami en el que, para sobrevivir, tendrá que aparentar ser algo que en realidad no es. Adaptarse al medio como un animal en plena selección natural. Fingir para seguir con vida, pura supervivencia.

Moonlight (Barry Jenkins, 2016)

El drama de Chiron es casi una experiencia límite. Madre drogadicta, bullying, una condición sexual reprimida, y unas ligeras alegrías que casi no tiene tiempo a saborear. Jenkins se pasa a veces de frenada con ese castigo constante, sobre todo en las dos primeras partes de la película que muestran al Chiron niño y adolescente. Pero esos excesos se redimen, en parte, gracias a la alta carga impresionista y poética del filme, apoyada en la excelente fotografía de James Laxton.

Aquí los personajes escuchan música soul añeja (el uso del “Every Nigger Is a Star” de Boris Gardiner y el “Hello stranger” de Barbara Lewis no solo tiene fines dramáticos, sino que es revelador al esquivar los tópicos rap), y la luna es testigo del despertar sexual del protagonista en la secuencia más bella y redonda de la película.

Moonlight (Barry Jenkins, 2016)

Esa vena impresionista y poética desaparece en el último tramo, cuando Chiron ha aprendido ya a ser otra persona y a gestionar su dolor. En ese instante –justo cuando el espectador cree que está derrotado, o como poco resignado- Jenkins se acerca más que nunca a él y hace visibles sus emociones más puras y verdaderas. Sin metáforas ni simbolismos, sino con pequeños gestos y miradas. Y así, de forma inteligente y natural, deja espacio para la esperanza (una coda trágica habría sido demasiado castigadora), con un tercer acto cálido y prodigioso en su sencillez, que pone luz sobre la oscuridad que hasta ese momento se ha cernido sobre Chiron.

Moonlight (Barry Jenkins, 2016)

En algún lugar entre Wong Kar-Wai (esa fotografía y paleta de colores dignas de Christopher Doyle), Terrence Malick (esa cámara pegada a los personajes. La secuencia de Chiron en la playa con su primer y único mentor es puro Malick) y Gus Van Sant (como el director de Mi Idaho privado, Jenkins también es capaz de trascender la etiqueta de queer cinema), Moonlight no es una película perfecta. Y ahí radica parte de su encanto. Se trata de una obra intuitiva en la que se nota que Jenkins está probando y buscando, aún, su propia voz. Si se fija en los aciertos contenidos aquí, seguro que lo consigue en un futuro cercano.

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