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Misoginia y sexismo: la herencia selectiva del blues

En Música 14 septiembre, 2016

Jorge Salas

Jorge Salas

PERFIL

¿Existe alguna escuela de pensamiento que rechace y boicotee a Led Zeppelin y su música porque sus letras sean sexistas?, pregunta alguien en Quora, el Yahoo Answers menos tróspido de Internet. En el market knowledge pseudoserio hay quien responde a la pregunta con un análisis (de aquella manera) de toda la discografía de la banda de Jimmy Page y Robert Plant; la respuesta de Shannon Larson, con más de 3.000 visitas, especifica que, de las 68 canciones en las que se mencionan a mujeres, 20 las idealizan, 27 las presentan como objetos sexuales, 7 como infieles y otras tantas como peseteras o cazafortunas, y 11 simplemente como malas o destructivas. Según Larson, sólo 3 canciones en toda la discografía de Led Zeppelin reflejan relaciones sentimentales sanas. Normal también.

Bien, poniendo siempre en cuarentena cualquier análisis particular que se pueda hacer en un foro de preguntas de Internet, lo cierto es que sí podemos compartir la argumentación basal; de hecho, sería raro que no sucediera, en mayor o menor medida, lo que refleja el análisis de la usuaria. Partiendo de la base de que Led Zeppelin han sido acusados, en alguna ocasión con juicio de por medio, de inspirarse con demasiada lealtad en el blues primigenio de los años 20 y 30, no tendría ningún sentido que Robert Plant escribiera desde un punto de vista feminista. Ni siquiera desde un punto de vista sentimentalmente sano. El primer blues, el de Robert Johnson, es un semillero de sexismo y misoginia; y, como reflejo de una realidad sociocultural, un bastión indiscutible del heteropatriarcado que se ha sostenido durante décadas.

La tradición blues en las letras, de la que fueron herederos por pura repetición, contribuyó a banalizar por completo un sexismo particularmente intenso, agresivo y a menudo violento, explica Brian Ward en Just My Soul Responding: Rhythm and Blues, Black Consciousness, and Race Relations (1998). Ward tiene claro que, a pesar de que no cabe ninguna duda respecto al machismo furibundo en las letras del blues primigenio, esto simplemente es el resultado de un caldo de cultivo especialmente perverso. En el blues, y mucho antes en el r&b, la resignación fatalista hacia la improbabilidad de tener una relación doméstica estable y mutuamente respetuosa era un lugar común, explica el autor, que defiende que la representación de esas tendencias en la cultura popular negra no reflejaban un rasgo aberrante y patológico en las personalidades masculinas: era lo que pasaba cuando los impulsos patriarcales y sexistas, y los patrones de la sociedad norteamericana en general, se amplificaban por las presiones particulares del racismo y la pobreza.

Como en todo a lo que el buen blues se refiere, aquí también hay que retroceder hasta que nos topemos con Robert Johnson. Una de las principales influencias, si no la principal, de Led Zeppelin era especialmente duro con su visión del sector femenino. Paradójicamente, existe la creencia colectiva de que Johnson murió tras ser envenenado… por un marido celoso. Él fue uno de las figuras del heteropatriarcado fundamentalista del blues durante la primera mitad del siglo XX. El Bad Nigger definitivo, tal y como lo califica Brian Ward en su libro, marcó el estándar; ese en el que la infidelidad masculina se toleraba en el bluesman, al tiempo que este castigaba sin piedad la femenina. En «32-20», en referencia a la munición del Winchester, Johnson ya cantaba que si se pone revoltosa, cojo mi 32-20 y la parto en dos; y en «Me And The Devil Blues» lo dejaba aún más claro proclamando: voy a golpear a mi mujer hasta que quede satisfecho.

Big Bill Bronzy, uno de los coetáneos de Johnson (de hecho, llegó a tocar en su lugar tras su muerte en el From Spirituals To Swing del Carnegie Hall en 1938), también ensayaba la figura del Bad Nigger; en «When I Been Drinkin» su estoy buscando una mujer que nunca haya sido besada, quizá nos llevemos bien y no tenga que usar mi puño era, cuanto menos, fácil de malinterpretar. Skip James, conocido por su extraordinaria técnica de fingerpicking, compuso «Crow Jane», una canción en la que se compraba una pistola y, casualmente, su mujer moría de un disparo por llevar la cabeza muy alta; también fue el autor de «Devil Got My Woman», en la que aseguraba que prefería ser el diablo al hombre de una mujer. Misoginia en su estado más puro, sin cortar.

Tampoco es una cuestión exclusiva de género ni de raza. No del todo. Johnny Cash, que más tarde se redimió, ya lo cantaba en aquel clásico country que hizo suyo en sus discos grabados en directo en las prisiones de Folsom y San Quentin; I can’t forget the day I shot that bad bitch down, cantaba hacia el final en una «Cocaine blues» que, de hecho, tenía más de rockabilly que de blues. En su caso, habría que precisar, la interpretación es más evidente ya que juega a narrar en primera persona la historia de Willy Lee (oh yes, oh yes, my name is Willy Lee, canta Cash). La canción era una (re)reinterpretación de la que T. J. Red Arnall había hecho de «Little Sadie», un tema popular que a principios del siglo XXI ya hablaba de los acontecimientos posteriores a que (Bad) Lee Brown disparara a su mujer. Desde luego, no es un pecado exclusivo del blues; en todo el espectro existente entre los Beatles y los Rolling Stones, ambos incluidos, pocos son libres de tirar la primera piedra.

También es cierto, sin embargo, que en los comienzos del blues registrado existía una tendencia casi imperceptible que condenaba este tipo de letras. Blind Blake, fundamental en la técnica del Piedmont Blues hasta que murió en 1934, grabó canciones como «Ain’t Gonna Do That No More», en la que denunciaba una agresión machista: vi a un hombre cuando golpeaba a su mujer en la cara, le dije: ¿no sabes que eso es una deshonra? Tú, matón, estoy sorprendido. ¿Por qué no coges a uno de tu tamaño?. Incluso Robert Johnson, cuyo universo lírico era bastante evidente en este sentido, tenía algún desliz en su propia filosofía; hay que recuperar y atesorar con el celo que requiere la excepción la letra de «When You Got a Good Friend», en la que Johnson hablaba de tratarla bien y reconocía que no sabía por qué la había maltratado.

La línea entre la ficción más o menos autorizada, las licencias artísticas y el sexismo en bruto es fácil de mover en cualquiera de las posiciones del debate. A eso se acogió Loquillo, por ejemplo, en «La Mataré»; distinto fue lo del «Sí, Sí» de Los Ronaldos, que fueron denunciados en 1988 por su tendría que cogerte, desnudarte, pegarte y luego violarte hasta que digas sí, y ya sólo puede ser interpretada extirpando esa frase (el estribillo, nada menos) por apología de la violencia machista.

Hoy, aunque cabría pensar que es complicado reproducir la impunidad lírica de aquellos primeros años de blues en los que figuras de la trascendencia de Sonny Boy Williamson podían cantar con tranquilidad aquello de si le das con el látigo cuando ella lo necesite, el juez no te dejará explicarte en «All My Love In Vain», seguimos sin estar demasiado lejos a tenor de canciones como «Bitch, I love you», de Black Joe Lewis & The Honeybears; en su blues formal, Lewis habla como un auténtico Bad Nigger de principios del siglo XX y amenaza: puta, no me hagas partirte la boca. El legado recibido de parte de un género, no de todo ni mucho menos, que uno elige si perpetuar: la herencia selectiva.

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