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Cultura

Leyendas de viajeros en la nueva era

En Con vistas al mal, Cultura 9 agosto, 2018

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

I.

Le sorprendía agradablemente el buen firme de la carretera, del mismo modo que unos kilómetros atrás se había espantando con los socavones de la interestatal, testigos del fuego cruzado de obuses entre facciones de la guerrilla y facciones del narco, o entre éstas y el gobierno deslegitimado, o entre el gobierno deslegitimado y la oposición corrupta, o de todos contra todos. El sucedáneo de paz que representaba la zona, a través de la cual circulaba de polizón, se encontraba bajo el imperio del cártel de la comarca, y era un escenario absolutamente irreal del que él disfrutaba únicamente por haber contado con buenos confidentes, a la hora de saber qué mano untar. Tras 2.000 kilómetros de país había sobornado a cuatro funcionarios, participado en un linchamiento, pateado a tres agentes de seguridad, amenazado con una pistola de fogueo a un encargado aduanero y con un busto de bronce del Presidente Vitalicio a una pareja de ancianos que parecían querer denunciarle.

Esta pausa, sujeto al lecho de hierros que conformaban los ejes de la camioneta, concluiría tres ciudades más al norte, donde una gavilla de milicos locos registrarían hasta los intestinos de la furgoneta y le obligarían a huir campo a través, o perseguido por las calles estrechas de Ciudad Capital, convertidas en lodazales por las últimas lluvias y la ausencia de alcantarillado. Sus esperanzas pasaban todas por encontrar a Bulgur, el contacto en clave que podía mal alimentarle, y camuflarle hasta el mismo delta del Pwan, cuyo curso hacia sus fuentes le conduciría a la cordillera de los Macizos Insuperables y, de ahí, a la frontera, a lo largo de la cual se apiñaban los campamentos de refugiados, en los cuales cabía la posibilidad de convencer a alguien de la Cruz, Media Luna o Sonrisa de Buda Roja.

Refugiados UNHCR

Desde que el primer mundo había comenzado a aburrirse de los destinos tradicionales y de las postales junto al Támesis, el Coliseo o Chichen Itza, decantándose por puntos candentes cuando no verdaderamente arriesgados, realizar una guía de viajes mínimamente decente había obligado a su autor a convertirse en una mezcla de corresponsal de guerra y agente secreto. Todo el riesgo y costes acumulados repercutían en el cliente, pero sus beneficios no abandonaban la agencia de viajes. No había día en que o bien él, o cualquiera de sus compañeros distribuidos por una cincuentena de infiernos adrenalíticos, no se preguntaran por la salud mental del nuevo turista o por el ridículo aumento de sueldo, propio de esas novedades que no llegan para sumar sino para quedarse.

II.

Trabaja en el taxi y, aprovechando que nadie le espera, utiliza su día libre para ver mundo. Sirviéndose de aerolíneas de bajo coste, recorre durante unas horas las calles de Pisa, Munich, Bratislava, París, Oporto, Cracovia, Atenas u Oslo. Sentado en dos docenas de parques que atraviesan todo tipo de conciudadanos atrapados en su jornada, mordisquea el bocadillo que se preparó a las tres de la mañana y observa tal campanario, eucalipto, crucero o bloque de edificios que le prende a la vista, y comprende que los cielos son bastante similares a lo largo de un continente e incluso de un planeta. Escucha todo tipo de conversaciones que no entiende, y le sorprende que suenan igual tanto si conciertan una cita o planean un asesinato.

viajeros

París. Foto Ignacio Carbó

En los primeros viajes, aún resiste la tentación de dispararse fotos en un ángulo de plaza Sintagma o detrás de un campanile inclinado, o a los pies de una estatua ecuestre condenada para siempre a no poder sacar el pañuelo que le permita limpiarse las cagarrutas de paloma, o apoyado en los restos de una cicatriz artificial, diseñada para partir en dos una entidad llamada Europa. En algún momento se desprende de la guía que le mantenía atrapado en su traje turista y, en lugar de enredarse en la visión de un GPS desconfigurado, se siente más libre que nunca, tanto como para dejarse llevar. En el bus lanzadera o tren que comunica el aeropuerto de los pobres con el destino elegido, se acostumbra a ubicar perfiles curiosos y, una vez estos descienden rumbo a su destino, hace por seguirlos, pero sin demasiado interés, moviéndose por instinto, recorriendo sus calles, hasta que en algún momento abandona su labor de stalker despistado, para cogerse a otros andares, otra persona, otro ritmo. De tanto en tanto, le llegan palabras en su idioma, a menudo cuando entra a mear el café frío en un McDonalds, pero las desecha enseguida, como cebo demasiado evidente, demasiado condimentado para atontarle.

No ha venido de viaje, pues funciona como un exiliado de vuelta, deseando perder de vista su semana de seis días entre las cuatro paredes de una ciudad que ya no conoce. De ahí que precise para ella un GPS configurado.

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