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Música

El ángel de nadie

En Vidas salvajes, Música 25 febrero, 2015

Miguel Caamaño

Miguel Caamaño

PERFIL

Whitney Houston tuvo la desgracia de casarse con un pendenciero del gueto de Boston, reconvertido en niño prodigio llamado Bobby Brown, alguien que no supo sobrellevar que su esposa brillase más que él y le puso en el camino esas adicciones que acabaron con ella.

«Greatest love of all» fue la canción que cambió todo, cuando el todopoderoso Clive Davis vio cómo la interpretaba magistralmente Whitney en un club nocturno, acompañada de su madre. Supo entonces que tenía ante él un diamante y un cheque en blanco. Previamente, la vocalmente superdotada tendría que foguearse haciendo coros para Chaka Khan o Lou Rawls y duetos con Teddy Pendergrass o Jermaine Jackson.

Todo estaba preparado en Arista Records para encumbrar a esa muchacha que ya habia lucido palmito como modelo en diferentes revistas. A tal efecto, el engranaje del otrora creador del Festival Monterrey hizo rodear a Whitney para su disco debut de la flor y nata de la música de la época. Toda la carne se puso en el asador y el negocio salió redondo. Había nacido una estrella.

Su disco homónimo de debut rompió todos los registros habidos y por haber; la nueva diva de Newark se afanó en demostrar que la gente estaba harta de esa renqueante Disco Music que ya no interesaba a nadie. Ella ofrecía sentimiento, armonía, baladas de las de antes, trozos de la vida de cada uno de nosotros de cinco minutos de duración.

Nadie como ella (quizás Michael) atravesó esas barreras raciales que, afortunadamente, ya languidecían. Su orgullosa madre (Cissy) había sido una precursora haciéndole coros a Elvis, su prima Dionne (Warwick) había elevado a la quintaesencia el cancionero de Burt Bacharach y su madrina Aretha (no hay más Aretha que ella) había escrito páginas de oro y platino en la segregada industria musical.

Aunque la obra maestra en vida todavía estaba por llegar, ya que  Whitney no se conformó con ese primer golpe en la mesa, sino que continuó haciendo historia con álbumes llenos de seda, bandas sonoras que batieron récords (a pesar de Kevin Costner) y actuaciones que todavía se recuerdan como la de Sorpresa, sorpresa ante una joven admiradora y una todavía hechizada Concha Velasco. Ella podría haber logrado todo aquello que se propusiese, incluso rehabilitarse de su galopante adicción a las drogas (o no).

Ahí es donde entra en liza el fatídico factor destructivo de estas relaciones personales que nadie entiende, en las que la mujer actúa como madre, esposa y terapeuta al mismo tiempo. O, al menos, eso se desprende de la actitud de Whitney disculpando reiteradamente a un Bobby Brown que se había quedado anclado en el Rock wit ‘Cha y que, una vez más, demostraba ese Thug Lovin que ya en su día cacareaba con el olvidado Ja Rule.

En medio de todo, una niña con permanente afán por llamar la atención (huelga recordar su estado actual); factores todos ellos extramusicales, adscrito a una vida salvaje que nos privó de seguir disfrutando a la de Newark encima de un escenario. Al fin y al cabo, nunca quiso ser el ángel de nadie.

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