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Cuando nuestros himnos son más viejos que los políticos

En Música 1 noviembre, 2017

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Si son ustedes de quienes se cuentan entre aquellos que no concilian el sueño por la amenaza que se cierne sobre la sacrosanta unidad de España, no desesperen. Mantengan la cabeza bien fría. La normalidad institucional está muy cerca. Casi al doblar la esquina. Se nota, se siente. Manolo Escobar, Melendi y Raphael son sus heraldos. La vieja cantinela balompédica de 2006 (sí, el dichoso A por ellos de La Banda del Capitán Canalla) tampoco termina de remitir. Sus creadores seguramente nunca imaginaron que fuera utilizada con la edificante intención con la que se empleó hace unas semanas.

Si por el contrario se cuentan ustedes entre quienes simpatizan con el soberanismo y ven en la República Catalana una nueva Arcadia capaz de poner en jaque el régimen del 78 y pulverizar de cuajo sus desequilibrios, sin facturas ni peajes económicos que superar, tampoco deben temer. Nuevos portavoces generacionales como Lluís Llach o Maria del Mar Bonet están aquí para poner banda sonora a estos tiempos de mudanza.

No es descartable que, cuando todo esto acabe, volvamos a la foto fija de una mañana cualquiera de 1979. Si el vértigo de las últimas semanas puede acabar por retrotraernos a todos a la oscura espiral de la regresión histórica, la música que emana de las movilizaciones ciudadanas de los últimos días -de cualquier signo- expele el mismo aroma a alcanfor. A naftalina reconcentrada. A estancia sin ventilar durante décadas.

Si ni siquiera el 15-M sirvió para consensuar una nueva trama sonora que actuara como catalizador popular (a diferencia, por ejemplo, de lo ocurrido con las movilizaciones estudiantiles en Reino Unido a finales de 2010: es odioso recordar que aquello -también en esto- es otro mundo), si la irrupción de nuevas fuerzas políticas como Podemos apenas logró enardecer a su parroquia más que con bajadas de telón al trote de A galopar (Paco Ibáñez, 1969) o al son de L’estaca (Lluís Llach, 1970), quizá tampoco cabía esperar mucho más de esas riadas humanas, que han tomado el gusto a la calle en el cuadrante superior derecho de la península. Por muy transversales que hayan sido: desde estudiantes de secundaria hasta ciudadanos de la tercera edad.

Vale, es cierto eso de que las canciones dejan de pertenecer a sus creadores desde el momento en el que su público las adopta y les da un significado que muchas veces puede diferir de la intención original. De acuerdo que son las propias canciones las que admiten múltiples lecturas conforme pasa el tiempo. Pero tratar de cuestionar los costurones del consenso transicional al ritmo de himnos rescatados de la lucha antifranquista no parece precisamente el más radiante de los avales.

Decía hace tan solo unos días Enrique Bunbury en una entrevista -un tipo bastante más ecuánime de lo que a veces parece- que todos podemos construirnos un universo paralelo, al margen de la más cruda realidad: discos, películas, series y libros están hoy en día más al alcance de nuestra mano que nunca. Golosa metadona con la que desintoxicarnos de tanta (sobre) realidad informativa. Revulsivos para construir nuestra propia órbita de referentes, más allá de banderas.

No cabe duda de que la fragmentación del mercado, la estratificación del consumo en pautas cada vez más individualizadas, favorece una atomización que hace muy difícil que nuevos himnos prosperen. Pero si hiciéramos una sencilla estimación de la media de edad de los asistentes a los conciertos de cualquiera de los músicos que hemos citado en este texto (bueno, quizá con la excepción de Melendi: dejamos en manos del lector decidir entre susto o muerte), nos daríamos de bruces con la agria realidad. Se trata de una banda sonora de más que mediana edad. A veces, abiertamente senil.

Ni siquiera han servido de mucho casi tres décadas de consolidación del llamado rock català si apenas el almibarado Boig per tú de Sau emerge -de forma puntual- como desagravio a una reportera de La Sexta en un paisaje ya dominado por el rescate del Qué volen aquesta gent? (1968) de Maria del Mar Bonet, artista de recorrido tan creativamente opulento como para no verse reducido al cliché.

Nuestros políticos (así, en bruto, generalizando y sin entrar en matices), los mismos que se han empeñado en conducir en contradirección o directamente llevarnos al callejón sin salida -dejando en manos de las movilizaciones ciudadanas el crédito de esas corrientes de opinión que ellos mismos no han sabido canalizar-, huelen a rancio. Así de claro. Así de crudo. Es lo que tiene el frentismo, que no entiende de puestas al día ni de operaciones renove.

Puede que la única forma de que tomen en serio a la gente (también así, en bruto), sea a fuerza de que esta hable en su mismo lenguaje. Entonando cánticos que no escapen a su comprensión. Esa que emplea los mismos códigos generacionales que ellos y tampoco se presta a demasiados matices. Es una lectura final que, créanlo, se pretende positiva. Al menos, visto lo visto y oído lo oído.

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