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De Antony a Anohni: El fascinante viaje de la crisálida neoyorquina

En Música 8 junio, 2016

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

El deslumbrante Hopelessness consuma la transformación del músico Antony Hegarty en nueva fuerza motriz del pop electrónico más aventurado.

Sobre la una de la madrugada del 8 de julio de 2003, una furgoneta blanca se detiene ante un semáforo del Paseo de la Alameda de Valencia. La calle está prácticamente vacía a esas horas. En su interior se agolpan tres o cuatro personas. Una de ellas, con aspecto regordete y pinta de lucir peluca, nos sonríe cuando se da cuenta de que la hemos reconocido como una de las cinco personas que hace poco más de media hora ocupaban el escenario instalado en los Jardines de Viveros, a poco más de 500 metros. Es Antony Hegarty. En aquel momento, un completo desconocido para el público español.

Su voz meliflua y delicada -a él le gusta calificarla como propia de tenor, aunque otros lo hacen de castrato- ha embellecido muchos de los temas que Lou Reed ha ido despachando a lo largo de más de dos horas, en la que acabaría siendo la única visita a la ciudad del ex Velvet Underground. Su aportación ha sido visible pero nada invasiva, más presta a la ornamentación que a la maleación de un repertorio inmortal. Su rol dista mucho de ser protagonista, porque además tiene la virtud de no distraer de lo esencial -pese a su reconocible timbre-. Algo que no puede decirse de la extravagante lección de tai chi del maestro Reng Guang Yi (¿de verdad era preciso?) o la infumable «Revien Cherie» que Fernando Saunders, bajista de Reed, se marca ante la concurrencia, y que es de su estricta propia cosecha.

Un año y cuatro meses más tarde, el músico neoyorquino (de adopción: nació en Reino Unido) vuelve a la ciudad como telonero de CocoRosie y al frente de Antony & The Johnsons, el proyecto que lidera desde 1998. La cita es en el recoleto auditorio del ya clausurado Col·legi Major Lluis Vives, y la elegante emotividad de su propio repertorio deja a todo el mundo noqueado. No pasa ni un año hasta que vuelve a visitarnos, a finales de 2005 y ya con el álbum I Am A Bird Now (2005) convertido en una de las revelaciones discográficas del año: Antony y sus Johnsons se dan un baño de multitudes en una gran nave industrial valenciana reconvertida en contenedor cultural (también extinta como gran sala de conciertos, por cierto), en la misma cita en la que Sonic Youth y Enrique Morente hermanaron sus discursos durante diez irrepetibles minutos. La cháchara indiscriminada no es el mejor caldo de cultivo para que su música, culta y refinada, brille en toda su intensidad, pero las canciones logran poco a poco imponerse al griterío. En momentos como ese ya no cabe duda de que Antony Hegarty es algo más que una estrella en ciernes. Y solo han pasado dos años desde su primera visita.

Luego su carrera se estabilizó, merced a discos que afianzaban la fórmula pero apenas la desviaban de su hoja de ruta, como The Crying Light (2009) o Swanlights (2010). Pero en 2008 ya había probado lo bien que su voz mezclaba con la música electrónica, algo -por otro lado- no tan sorprendente si nos atenemos a las obvias conexiones de su trayecto vital con la epopeya de la disco music, nada ajena tampoco a su registro vocal: cinco de los temas del álbum de debut de Hercules & Love Affair llevaban su rúbrica, tanto desde su coautoría como al mando de su indeleble timbre, entre ellos el célebre «Blind». Había colaborado ya con Björk, Cocorosie, Laurie Anderson o Marc Almond, pero ninguna de esas conexiones anticipaba de una forma tan clara lo que llegaría en 2016 como aquel desborde de hedonismo electro pop junto a Andrew Butler.

Porque lo que ha llegado este año, tras un par de temporadas recluyéndose en el ámbito highbrow de las suntuosas orquestas sinfónicas (sus últimas visitas a España fueron en esa clave), ha sido la definitiva transformación personal de nuestro hombre en Anohni, consumando una travesía transgénero que no tendría mayor relevancia, más allá de aquella polémica en los Oscar, si no llegase envuelta en el colorido celofán de un disco tan fascinante como Hopelessness (2016), el primero que entrega ya a su nuevo nombre. Un trabajo de pop electrónico sin corsés ni limitaciones, gestado junto a Hudson Mohwake y Oneohtrix Point Never, que redimensiona su obra porque la proyecta al futuro inminente, dándole ese pellizco de emoción desbordante y aventurismo sónico que, combinados, cincelan el molde de las obras destinadas a quedar fijadas como palpitante testimonio de su tiempo.

Ni siquiera falta en sus canciones la denuncia de la violencia sexista o los sangrantes desequilibrios avalados por los gobiernos occidentales en todos los ámbitos y terrenos, como una guerra soterrada. Mientras aguardamos su presentación en la próxima edición del Sónar, el 17 de junio en Barcelona, podemos entretenernos haciendo cábalas con el puesto que ocupará su álbum en las listas de lo mejor de este 2016. Y seguir congraciándonos de que muchas veces la vida nos depare esta clase de sorpresas. Alegrándonos de que un músico de refuerzo al que descubrimos como mero subalterno, en una capital poco agraciada con hitos escénicos, en la que muchas veces parece que nunca ocurra nada relevante, pueda convertirse con el paso de los años en una estrella de alcance mundial.

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